Los días en el huerto transcurrían tranquilos, bañados por un sol suave y un silencio que ya no pesaba, sino que envolvía con calidez. Las flores alcanzaban su máximo esplendor, llenando el rincón con destellos de colores vibrantes que contrastaban con el verde intenso del limonero. Todo el jardín parecía latir con una energía renovada, como si cada brote respirara vida.
Mientras arrancaba algunas malas hierbas que se habían colado entre las margaritas, levantó la mirada y vio al abuelo detenido, inmóvil. Estaba de pie, con la azada apoyada en el suelo y las manos cruzadas sobre el mango, mirando fijamente el rincón del huerto como si su mente viajara a otro tiempo.
—Tu madre era como estas flores —dijo de pronto, en un susurro que parecía dirigido tanto a ella como al viento—. Fuerte, hermosa… pero también frágil.
Alzó la cabeza, sorprendida por el timbre melancólico de sus palabras. Hablar de su madre siempre había sido un tema delicado, casi un territorio vedado que él evitaba pisar.
—Siempre quise hablarte de tu madre —continuó, sin apartar los ojos de las margaritas—. Pero nunca supe cómo hacerlo. No quería que pensaras que lo que ocurrió fue culpa mía.
Hizo una pausa, tomando aire con dificultad, como si cada palabra costara.
—Tu madre murió cuando eras muy pequeña. Fue una enfermedad rápida… implacable. Apenas nos dejó tiempo para entenderlo.
El aire entre ambos se cargó de algo intangible, una mezcla de dolor y alivio, como si una puerta que había permanecido cerrada durante años finalmente se abriera.
—Recuerdo algunas cosas de ella —dijo en voz baja, como si temiera romper el momento—. Su risa… el olor a lavanda cuando me abrazaba. Pero después de que murió, todo se desdibujó.
Esa noche, tras la cena, el abuelo buscó algo en un cajón de la cocina y se lo entregó. Era un cuaderno pequeño, con tapas desgastadas por el tiempo, que ella reconoció al instante.
Con delicadeza, pasó las páginas, encontrando garabatos que le resultaban extrañamente familiares: listas de flores, recetas, incluso algunos dibujos simples del limonero. Pero lo que más la impactó fue una página donde su madre había escrito con una caligrafía redonda y cuidada: “Para mi hija, porque sé que algún día cuidará de esto con el mismo amor que yo”.
Sin decir nada, se inclinó y lo abrazó. No hacían falta palabras. En ese instante, todo pareció encontrar su lugar: las flores, el huerto, el limonero, y hasta el eco del canto de Carmelo, que aún permanecía en sus recuerdos. Todo formaba parte de una historia mayor, una de raíces profundas que finalmente la sostenían con fuerza.
Antes de acostarse, volvió al rincón del huerto con el cuaderno en las manos. Se sentó bajo el limonero, dejando que la luz de la luna iluminara las flores en todo su esplendor. Cerró los ojos y, en la brisa suave que acariciaba las ramas, creyó escuchar la risa de su madre entremezclada con el susurro del viento. En ese instante, comprendió que nunca había estado sola.
Fin
Prólogo y Capítulo 1: El regreso
Capítulo 4: Fotografías del pasado
Capítulo 6: La enfermedad de Carmelo