PRÓLOGO
El silencio en aquel pueblo no era como el de otros lugares. No tenía la pesadez asfixiante del olvido, ni la serenidad del alba a punto de nacer. Era un silencio denso, cargado de historias, como si cada piedra, cada árbol, cada rincón del huerto guardaran recuerdos dormidos, esperando el momento adecuado para despertar.
Cuando ella llegó, el tren se detuvo con una suavidad casi imperceptible en la pequeña estación. Descendió con una cámara colgando del cuello y una maleta ligera, como si en ese trayecto hubiera dejado atrás algo que ya no deseaba cargar. El viento la recibió con una caricia salada, llevando el aroma del mar cercano, invisible pero palpable en el sabor que rozaba sus labios.
El pueblo era pequeño, marcado por el paso de los años, pero todavía se mantenía en pie, desafiante. Las casas de piedra, con tejados cubiertos de musgo, se alzaban con la misma resistencia que sus habitantes: sin apuros, con una calma obstinada que parecía desafiar al tiempo. Ella había estado allí una vez, siendo niña, pero los recuerdos eran vagos, como un paisaje observado tras un cristal empañado. Solo tenía claro el recuerdo de una casa pequeña, blanca, con un árbol imponente en el patio, que parecía custodiarlo todo.
El abuelo estaba allí, esperándola, inmóvil, con las manos descansando sobre su bastón y una mirada cargada de algo que no se podía definir con palabras. Entre ellos no sobraban las palabras, y tampoco eran necesarias. El silencio del pueblo, del patio y del viejo limonero llenaban los espacios donde las palabras jamás podrían llegar.
Había llegado en busca de algo que no sabía cómo describir, algo que quizás ni siquiera era consciente de haber perdido. Pero en ese rincón apartado del mundo, entre la tierra reseca y las flores marchitas, comenzaría a hallarlo. No sería sencillo. Las raíces de lo que realmente importa siempre están enterradas profundamente, y desenterrarlas exige paciencia, y, a veces, algo de dolor. Pero al hacerlo, también se desentierra vida.
Esta no es una historia de grandes aventuras ni de descubrimientos épicos. Es la historia de un huerto, de un limonero, de un gallo llamado Carmelo y de un rincón que todavía guardaba flores olvidadas. Es la historia de un abuelo que protegía todo eso con la misma devoción con la que se aferraba a los restos de su propio corazón. Y también es la historia de una nieta que, sin saberlo, había llegado para sembrar de nuevo lo que un día se marchitó.
En el silencio de aquel pueblo, donde el viento apenas susurra y el mar se percibe como un rumor distante, las raíces comienzan a despertar. Porque las cosas verdaderamente importantes nunca desaparecen del todo; simplemente aguardan, como las flores bajo la tierra, el instante perfecto para volver a florecer.
Capítulo 1: El regreso
El tren se detuvo con lentitud, como si intentara retrasar el momento de entregarla a aquel rincón perdido entre colinas. Cuando descendió, el aire cargado de humedad marina la envolvió, aunque el océano permanecía oculto tras las filas de casas bajas y las ondulaciones de los campos. En el andén, sentado en un banco desgastado por el tiempo, su abuelo aguardaba. Apenas levantó la vista al verla, como si su llegada no lo sorprendiera, como si hubiera sabido desde siempre que ella regresaría.
—Llegaste —dijo él, en un murmullo que apenas rompió el silencio.
—Sí, abuelo —contestó ella, sorprendida por lo tenue que sonó su propia voz.
El abuelo se incorporó con lentitud, apoyándose en su bastón. Su abrigo negro, demasiado grande para su figura, acentuaba la fragilidad de un cuerpo que, como todo lo que la rodeaba, había encogido con los años. A sus pies, un gallo negro de plumas brillantes picoteaba el suelo, ajeno a la reunión.
—Carmelo —dijo el abuelo, señalando al gallo con un leve gesto del mentón—. Te acostumbrarás a su canto.
Ella asintió en silencio, permitiendo que el peso del silencio del pueblo la envolviera. Era un silencio que recordaba vagamente, pero que ahora le parecía más pesado, como si el tiempo lo hubiera acumulado en capas durante su ausencia.
Avanzaron hacia la casa por un sendero sinuoso que se abría paso entre maizales secos. A ambos lados, zarzas cargadas de moras oscuras se enredaban sin que nadie pareciera haberse molestado en cosecharlas. El abuelo caminaba delante, con pasos lentos y constantes, mientras ella lo seguía, dejando que su mirada se perdiera en los detalles: las ramas retorcidas de los olivos, las cercas de alambre oxidado, los montones de piedras delimitando fincas olvidadas. Todo le parecía extrañamente familiar, pero a la vez distante, como un eco de algo que ya no era del todo suyo.
La casa seguía allí, al final de una pequeña cuesta. Era más pequeña de lo que recordaba, con sus paredes encaladas surcadas por cicatrices que el tiempo y las lluvias habían dejado. El tejado inclinado, cubierto de musgo, parecía ceder bajo el peso de los años. Al llegar al patio, Carmelo avanzó con determinación, tomando su lugar frente a la puerta, como un centinela en su puesto.
—Es listo —comentó el abuelo, notando su mirada hacia el gallo—. Más que muchos hombres.
El interior de la casa olía a madera envejecida y tierra húmeda. Los pocos muebles que la habitaban estaban cubiertos por una capa de polvo gris que se fundía con la luz tenue que se colaba a través de las cortinas deshilachadas. En la mesa del comedor descansaban un plato vacío, una jarra de agua y un cenicero abarrotado de colillas. El abuelo señaló hacia el final del pasillo.
—Ese es tu cuarto. Si necesitas algo, búscalo. Aquí no estamos para incomodar a nadie.
Dejó la mochila junto a la puerta y avanzó hacia la habitación. Era pequeña, casi claustrofóbica, con una cama de hierro adornada por una colcha de cuadros desvaída por los años. Una ventana estrecha dejaba entrar escasamente un hilo de luz que apenas iluminaba el espacio. En la mesita de noche descansaba un vaso boca abajo y una fotografía en blanco y negro de una mujer joven. Reconoció a su abuela de inmediato. Algo en la expresión de la mujer atrapada en la imagen la obligó a desviar la mirada, como si la estuviera interrogando silenciosamente, exigiendo explicaciones por tanto tiempo de ausencia.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —preguntó el abuelo desde el umbral de la puerta, con su tono seco, sin esperar demasiadas respuestas.
—No lo sé —respondió ella sin girarse—. Lo que sea necesario.
Él no añadió nada. Solo asintió brevemente y se alejó, dejando tras de sí el eco rítmico del bastón golpeando el suelo de madera.
Se dejó caer en la cama, quedándose quieta, con las manos en el regazo, mientras los sonidos de la casa llenaban el silencio: el crujir del suelo bajo el peso del tiempo, el susurro del viento filtrándose por alguna rendija, y, sobre todo, el canto incesante de Carmelo en el patio, un recordatorio constante de que ese lugar tenía su propio pulso, ajeno al paso de los años y a los problemas humanos.
Esa noche, se acomodó junto a la ventana, observando el patio bañado por la tenue luz de la luna. Allí estaba Carmelo, dando vueltas con la misma determinación de siempre, aunque ahora en silencio, como si también respetara la calma del momento. Por un instante, pensó en sacar su cámara para inmortalizar la escena, pero algo en la serenidad de la noche la detuvo. No quería romper ese frágil equilibrio. No aún.
En el siguiente capítulo, la joven descubrirá el carácter especial de Carmelo, un gallo que no es solo un animal más en el huerto, sino un símbolo de resistencia y memoria en la vida de su abuelo.
Nicanor García Ordiz