Carmelo y el Limonero – Capítulo 2: Carmelo

Lo primero que llamó su atención al despertar fue el gallo. Desde la ventana de su habitación, el patio aparecía salpicado de luz y sombra, un escenario tranquilo donde Carmelo se erguía con la dignidad de un soberano sin trono. Posado sobre el borde del abrevadero, sus plumas negras relucían bajo los primeros rayos del sol, mientras inclinaba la cabeza, como si escuchara un secreto que solo él podía descifrar.

Se quedó mirándolo por varios minutos, cautivada por algo que no terminaba de definir. Carmelo no era un gallo cualquiera; no era solo su tamaño imponente ni la precisión de sus movimientos. Era la manera en que dominaba el espacio, como si el patio entero le perteneciera, una extensión natural de su propio ser. Ni el abuelo ni ella parecían importar; ese era su reino, y él lo sabía.

—Siempre está vigilando —dijo una voz grave a su espalda. El abuelo estaba en el marco de la puerta, con una taza de café humeante entre las manos—. Carmelo tiene un ojo para todo, no se le pasa nada.

Ella se giró y asintió, aunque las palabras parecían sobrar. Poco después, bajó al patio con la cámara colgando de su cuello, explorando ángulos para fotografiarlo. Sin embargo, Carmelo, como si intuyera sus planes, giraba la cabeza con una precisión irritante cada vez que ella intentaba enfocar.

—Parece que lo hace a propósito —susurró, con una sonrisa que apenas asomaba.

El abuelo apareció entonces, llevando una azada en una mano y un sombrero desgastado encajado hasta las cejas.

—No confía en los desconocidos —comentó, sin rodeos—. Pero dale tiempo, y quizás te acepte.

Sus palabras sonaban tanto a advertencia como a promesa. Ella lo siguió al huerto, donde él comenzó a remover la tierra reseca con movimientos pausados pero firmes. Carmelo, con su característico andar orgulloso, se acercó hasta donde estaban, como si inspeccionara el trabajo. A un par de metros, lanzó un cacareo profundo, rompiendo el silencio con la fuerza de un trueno en el aire inmóvil.

—Lo hace todas las mañanas —comentó el abuelo, sin siquiera mirar—. Es su manera de recordarme que aún sigo aquí, que nada ha cambiado.

Ella no contestó. En cambio, se agachó y se quedó observando a Carmelo, que escarbaba la tierra con una energía casi hipnótica, levantando pequeños remolinos de polvo a su alrededor.

—Apareció poco después de que tu abuela falleciera —dijo, deteniéndose un momento, apoyado en la azada—. Era solo un polluelo cuando lo encontré atrapado en las zarzas. Pensé que no sobreviviría. Pero míralo ahora, aquí sigue.

Había algo en la voz del abuelo que la desconcertó, una combinación de orgullo contenido y tristeza. Bajó la mirada hacia Carmelo, que picoteaba una lombriz con la precisión de un cirujano experimentado.

Más tarde, con el abuelo descansando bajo la sombra de un olivo, ella regresó al patio. Se sentó en el borde del abrevadero, observando cómo Carmelo, siempre majestuoso, sacudía sus plumas negras con calma estudiada. Levantó la cámara, y esta vez, él no se movió. Se quedó inmóvil, mirándola con sus ojos intensos, oscuros y profundos, como si supiera que ese momento era importante.

Cuando presionó el obturador, tuvo la extraña sensación de que no solo había capturado una imagen. Había atrapado un momento en el tiempo, un pedazo de ese universo peculiar y cerrado que, sin darse cuenta, comenzaba a hacer suyo.

 

En el siguiente capítulo, el huerto revelará su estado descuidado, y la nieta comenzará a comprender que ese rincón, olvidado y lleno de silencio, guarda más que simples hierbas y tierra seca.

 

Nicanor García Ordiz presenta su nuevo libro “Carmelo y el limonero”, que llegará por entregas a los lectores de Bembibre Digital

Prólogo y Capítulo 1: El regreso

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