La ciudad volvió a envolverla con su ritmo acelerado, las calles bulliciosas y las luces que parecían nunca descansar. Sin embargo, esta vez algo había cambiado en ella. Aunque estaba lejos del huerto y del limonero, sentía que una parte de aquel rincón había echado raíces en su interior. Era una sensación de pertenencia que no había experimentado antes, como si algo en su interior también hubiera comenzado a florecer.
Las semanas pasaron, y aunque mantenía conversaciones regulares con el abuelo, algo en su voz despertaba una inquietud. Seguía siendo breve y directo, como de costumbre, pero ahora había un cansancio sutil que no recordaba. No hablaba demasiado del huerto, pero ella podía imaginarlo dedicándose a las flores con el mismo esmero con el que había cuidado de Carmelo.
Una noche, mientras revisaba las fotos del pueblo, su atención se detuvo en la imagen del rincón de flores. Las margaritas, los pensamientos y los geranios se alzaban con delicadeza, mientras el limonero permanecía al fondo, imponente y vigilante. La foto irradiaba luz, pero al mirarla más de cerca, una melancolía inexplicable se apoderó de ella. Era como si algo, desde ese lugar, estuviera llamándola de regreso.
Decidida, al día siguiente solicitó unos días libres en el trabajo y compró un billete de tren. No avisó al abuelo; quería sorprenderlo. Durante el trayecto, su mente se llenó de preguntas. ¿Cómo estaría él? ¿Habrían florecido aún más las plantas? ¿Habría cambiado algo desde que se marchó?
La estación del pueblo la recibió con su habitual silencio. Caminó hacia la casa por el sendero ya conocido, mientras una mezcla de emoción y nerviosismo se instalaba en su pecho. El aroma a tierra mojada y salitre llenó el aire, envolviéndola con la calidez de un viejo abrazo. Cuando giró en la última curva, divisó el tejado de la casa. Todo parecía intacto, como si el tiempo no hubiera pasado.
Encontró al abuelo en el huerto, inclinado sobre las flores con el mismo cuidado de siempre. Desde lejos, notó que las plantas habían crecido mucho más de lo que esperaba. Las margaritas lucían espléndidas, y los geranios salpicaban el rincón con tonos vibrantes de rojo y rosa, llenando el espacio de vida.
Esa noche, durante la cena, el abuelo le habló de su rutina en el huerto, de cómo cada día regaba las flores y vigilaba su crecimiento. Confesó que ese rincón se había convertido en su lugar predilecto, un espacio que le traía paz. Pero, inesperadamente, también le reveló algo más.
—Sabía que regresarías —dijo, clavando su mirada en la de ella—. Pero no creo que sea solo por una visita. Hay algo que te llama a este lugar, algo que no puedes ignorar.
Ella lo observó, sorprendida. Sus palabras habían puesto en voz alta lo que había estado sintiendo todo el camino de vuelta. El pueblo, el huerto, el limonero… eran mucho más que simples recuerdos; se habían convertido en una parte fundamental de ella.
—Abuelo, no creo que pueda seguir viviendo en la ciudad —dijo finalmente, con un hilo de emoción en su voz—. Lo intenté, pero no es donde pertenezco. Mi lugar está aquí, contigo, con el huerto.
Esa noche, mientras se acostaba en la cama del pequeño cuarto al fondo, miró por la ventana hacia el patio, bañado por la luz plateada de la luna. Allí estaba el limonero, imponente y lleno de calma, como un guardián silencioso. Cerró los ojos y casi pudo escuchar el eco del canto de Carmelo. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que había hecho lo correcto. Había regresado a sus raíces, y estas estaban listas para sostenerla con fuerza.
En el capítulo final, el limonero y las flores serán testigos del cierre de un ciclo. Bajo la luz de la luna, la nieta comprenderá que las raíces de su historia están profundamente arraigadas en aquel huerto, y en su corazón.
Prólogo y Capítulo 1: El regreso
Capítulo 4: Fotografías del pasado
Capítulo 6: La enfermedad de Carmelo
