El ser humano nace y es, por naturaleza, débil y vulnerable. Aislado y solo, está expuesto a todo tipo de peligros. Por eso, siempre ha vivido con otros seres humanos para hacer frente a los contratiempos y asegurarse mejores condiciones de supervivencia y de vida. Sin embargo, esta vida en sociedad sólo ha sido posible gracias a un “contrato” —primero, tácito, en las sociedades primitivas; y luego, explícito, recogido en el derecho positivo— entre los miembros de toda comunidad humana.
Del contrato social
En el siglo XVIII, uno de los que teorizó sobre el “Contrato Social” (1762) fue J. J. Rousseau. Para él, la libertad y la igualdad sólo son posibles en un Estado de Derecho, constituido sobre la base de un contrato social. Por su lado, Mostesquieu, en “El Espíritu de las Leyes” (1748), ya había explicitado la quintaesencia del buen funcionamiento de una sociedad regida por el “contrato social”: separación e independencia de los tres poderes fundamentales (legislativo, ejecutivo y judicial). Sólo así, con contrato y con separación de poderes, se pudo pasar de una sociedad regida por la “ley de la fuerza” a otra en la que debería imperar la “fuerza de la ley”.
Después de la IIª Guerra Mundial, se estableció también, entre las fuerzas políticas de izquierda (socialdemócratas) y de derecha (democristianos), un “contrato social europeo”, que permitió la convivencia pacífica durante más de medio siglo y que garantizó el bienestar creciente de los ciudadanos europeos. En efecto, la mayoría de éstos tuvieron trabajo asegurado, retribuido con salarios cada vez más decentes, estuvieron protegidos contra los posibles contratiempos (enfermedad, paro, jubilación, etc.) y progresaron —poco a poco, gracias a una buena formación y a un esfuerzo-sacrificio constante y encomiable— en la escala cultural, social y económica.
Ahora bien, en los estertores del s. XX y en los albores del s. XXI, este contrato social europeo empezó a hacer aguas a causa de la globalización, de la revolución tecnológica, de la economía digital, de la crisis demográfica y también de la crisis económica de 2008, agravada ahora con los nefastos daños colaterales de la pandemia del Covid 19. Por eso, el contrato social europeo ha dado paso al “efecto Mateo”, según el cual el rico se hace cada vez más rico y el pobre se hace cada vez más pobre o, dicho con palabras más castizas, «dinero llama a dinero». Y los recién llegados al mundo del trabajo y los hijos empezaron a vivir peor que sus padres, lo que propició la aparición de una brecha intergeneracional.
Del contrato intergeneracional
En efecto, desde 2008, las fisuras en el “contrato social europeo” han provocado también la puesta en tela de juicio del “contrato intergeneracional”, existente en España. Según un pacto explícito entre grupos etarios (“modelo de reparto”), los ciudadanos activos de hoy les pagamos las pensiones a los mayores de hoy para que los activos de mañana nos las paguen a nosotros. A esto se dedica entre el 8 y el 10% de nuestros ingresos. Por otro lado, ya no es moneda de curso legal aquello de que si estudias, te esfuerzas y te sacrificas, podrás vivir mejor que tus padres y llegar a lo más alto. Según ciertos analistas (sociólogos y economistas), los jóvenes de hoy son los perdedores, tanto en expectativas como en bienestar presente y futuro, tanto de la crisis de 2008 como de la colateral crisis económica provocada por la pandemia del coronavirus. Todos los analistas afirman que los jóvenes vivirán, en general, peor que sus padres y que el ascensor social ha dejado de funcionar para la mayoría de ellos.
En este inicio del siglo XXI, en España disfrutamos aún de un “Estado de Bienestar” envidiable y envidiado, producto del trabajo duro, del esfuerzo y de los sacrificios de nuestros mayores. Además, ante la crisis económica de 2008, nuestros mayores contribuyeron a sacarles las castañas del fuego a los Gobiernos de Zapatero y de Rajoy. En efecto, en vez de dedicarse a lo que les tocaba (descansar, disfrutar de la merecida jubilación y ser cuidados), los mayores tuvieron que arrimar el hombro y ayudar a sus hijos y nietos —descapitalizándose—, a sortear y a aliviar las consecuencias nefastas de la crisis de 2008 con sus raquíticas pensiones, con sus ahorros y con su total disponibilidad. Así, nuestros mayores apuntalaron el débil y tambaleante “Estado de Bienestar”, al tiempo que evitaron un previsible y lógico estallido social. Con la nueva crisis económica, provocada por el Covid 19, millones de españoles volverán a vivir situaciones dramáticas y los descapitalizados mayores no podrán, en este momento, arrimar el hombro económico.
A esto habría que añadir que nuestros mayores (abuelos y padres) han sido tradicionalmente los depositarios y los conservadores de la tradición, de los “savoir-faire” y de la sabiduría en todos los campos, que transmitían diligentemente a sus descendientes. Y, en consecuencia, se les escuchaba y eran objeto de respecto y de atención por parte de sus retoños. Ahora bien, con los cambios socio-económicos y culturales, los mayores ya no tienen ni el estatus ni el predicamento del pasado. Y, además, la brecha con otros grupos etarios es cada vez mayor.
De la brecha intergeneracional y de la marginación de los mayores
Según la tradición y la sabiduría popular, es de bien nacidos ser agradecidos. Ahora bien, ¿cómo hemos tratado a nuestros mayores en las últimas décadas y, en particular ahora, con la pandemia del coronavirus? Por un lado, los hemos derribado de su merecido y lógico pedestal, considerándolos como algo inútil e improductivo que hay que desechar. Por eso, en época de vacas gordas, los hemos metido y abandonado en esas barcas de Caronte, que son las residencias de la tercera edad, para que los transporte hacia el más allá. Sin embargo, en época de vacas flacas, los hemos rescatado de las residencias, no por amor filial sino para hacer frente a la falta de liquidez, provocada por la crisis de 2008, con sus pensiones y ahorros. Y, para más inri, en los momentos críticos de la pandemia del Covid 19, fueron secuestrados en los zulos de sus habitaciones de las residencias de mayores y se les aplicó la metodología bélica del “triaje”: ante la penuria de medios, ante el número de contagiados y ante el colapso sanitario, los mayores fueron dejados a la deriva, de nuevo, en esas modernas barcas de Caronte de las residencias de la tercera edad para que bogaran y transitaran hacia el más allá en la más absoluta soledad. Y éste ha sido el caso, hasta ahora, de más de 20.000 mayores (el 71,8% de todos los fallecidos por coronavirus).
Esto no es provocar una brecha en el contrato intergeneracional. Es, más bien, escavar una profunda, amplia e infranqueable fosa, que pone definitivamente tierra y espacio por medio, entre nosotros y nuestros mayores. Esto es aplicarles la hitleriana “solución final”, a la que ministro de finanzas nipón, Taro Aso, invitaba a los ancianos japoneses: “El problema (la supervivencia del Estado de Bienestar) no se resolverá a menos que Uds. se den prisa en morir”.
¡Qué lecciones y que ejemplos estamos dando a nuestros retoños! Así sólo estamos criando cuervos que, como dice el refrán, nos sacarán los ojos. ¡Y con razón! De seguir por este camino, merecemos que nos apliquen la misma medicina. Y, sin lugar a dudas, nos la aplicarán, ya que los hijos suelen imitar a sus progenitores. Como reza esta otra paremia: el que a hierro mata, a hierro muere. Por eso, cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar. El que avisa no es traidor.
Manuel I. Cabezas González (Uno de Almagarinos)
Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas
Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada
Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB)