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Cornoencina, legado natural en Losada convertido en coto de caza

Hace una década conocí las laderas de Cornoencina, por casualidad. Vine con la intención primera de echarle un ojo a Los Cinchos, roquedo muy prometedor que podría guardar abrigos con pinturas rupestres, tema que aún hoy me sigue ocupando y apasionando. En Los Cinchos no hallé rastro de signos neolíticos, sí en cambio la Cueva de Sibuto, donde tuvo hogar ayer mismo el último troglodita del Bierzo, valioso yacimiento humano porque da claves sobre la sociedad inhumana, aunque esta es otra historia.

Desde lo alto de estos paredones pude contemplar, justo enfrente, una notable arboleda. Nada menos que la primigenia floresta atlántica sobrevivía allí, acurrucada en el microclima de las vaguadas. Aquellos robles centenarios, mezclados con encinas  igualmente añosas en un encuentro de biotopos continentales, habían resistido milagrosamente los embates del fuego, de las talas, de la devastadora minería del carbón. En sucesivas visitas,  movido por la curiosidad o el duende, entré hasta lo más profundo, siempre con la impresión de estar profanando un santuario natural, tal es su atmósfera. Longevos ejemplares de varios metros de perímetro, componían el concierto perfecto de un bosque maduro. Por momentos, parecía como si hubieran trasplantado un pedazo de Ancares o Degaña entre las negras escombreras. Este relicto de selva virgen, sintetizaba el pasado esplendor de nuestra tierra. Caminar por ella en el apogeo del otoño, desbordada la gama cromática del bronce, del cobre o del oro, fue un espectáculo impagable. En invierno, cuando los árboles duermen helados y silenciosos,  resaltaba más si cabe lo genuino y dramático del lugar.

Dada la cercanía de Toreno, supuse que los terrenos serían suyos, y durante años dejé aparcado el asunto de fronteras. No fue hasta hace pocos meses que me impliqué más  en el conocimiento de este entorno, en las causas que lo han llevado al borde de la extinción, o en los valores que conserva. Así vine en averiguar los propietarios: el pueblo de Losada, Término Municipal de Bembibre, en la última esquina de sus confines. Grata sorpresa para un paisano nacido a la orilla del Boeza.

El pico Cornoencina, o para no exagerar la loma Cornoencina, vértice geodésico, alcanza 895 metros sobre el nivel del mar. El robledal de Encina se extiende bajo él, en un laderón orientado al norte, de 250 metros de desnivel máximo, en las márgenes izquierdas del arroyo Valdegalén y del río Velasco, afluente del Sil. Sumando a Encina el peculiar valle de Billouta, situado en la vertiente sur, tenemos en conjunto una superficie de apenas trescientas hectáreas, pero riquísima, que muestra los ecosistemas identitarios de la península Ibérica. Terrenos semidesérticos de brezo, picamouro, tomillo, chaguazo, van dando paso al chaparral, a los bosquecillos de madroños, al encinar viejo, al bosque atlántico de robles salpicado de acebos, arces, abedules, avellanos, cerezos, serbales. Abundan rebollos dignos de ser declarados Monumento Natural; medí sólo unos pocos, los más accesibles, teniendo el mayor un perímetro de 5.5 metros, siendo decenas los de 4 metros. También es digno de mención el bosque galería que acompaña a las corrientes de agua, con alisos, chopos,  fresnos, salgueros. Un atractivo más, de carácter geológico, lo aporta el río Velasco, con sus chorreras, cascadas, y las hoyas que ha erosionado en pizarras y areniscas. En cuanto a vertebrados, son demasiado astutos para que un atolondrado los sorprenda. He visto corzos, y en ocasión de traer a mi hijo Lucas el jabalí nos echó una bronca. El lagarto ocelado, la ardilla, el conejo, el zorro, el gato montés, el lobo, dejan  huellas, y el arrendajo, el chochín, el halcón peregrino, el búho real o el ruiseñor le ponen música al monte y a los recuerdos.

 

Dudo mucho que estas someras líneas aporten algo positivo a la zona, más bien al contrario, pero ocultar es ignorar y esconder es mentir. Los derechos digamos  jurídicos de Cornoencina se constriñen hoy en un vulgar coto privado de caza, cuando merecería la máxima protección ambiental. Cornoencina, en su humildad, es un filón de estudio, de sabiduría, de vida más que de muerte, una lección de supervivencia. Legado natural totalmente infravalorado o desconocido, tenemos el deber de preservarlo para las generaciones futuras, incluso de fomentar su expansión, y aquí es donde deberían entrar en liza las instituciones. Es un privilegio y un orgullo que el municipio de Bembibre posea semejante joya botánica, blindémosla antes de que sea tarde.

 

Casimiro Martinferre

jachaves

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