En la mañana del pasado 12 de octubre, “día de la Hispanidad”, estuve haciendo mi cardiosaludable y cotidiano paseo por la Sierra de Collserola, en el término municipal de Cerdanyola del Vallès (Barcelona). Numerosos paseantes —en solitario, en pareja, en grupo o en familia— desentumecíamos y oxigenábamos nuestros cuerpos, cruzándonos o adelantándonos unos a otros. Al acercarme y al adelantar a una familia de viandantes y al alejarme de la misma, pude escuchar cómo una adolescente de la ESO (Educación Secundaria Obligatoria) explicaba a sus padres lo que estaba aprendiendo en las clases de lengua española.
Había estudiado ya lo del “atributo”, lo del “complemento de objeto directo”, lo del “complemento indirecto” y lo de los “complementos circunstanciales”,… e iba a estudiar lo de los “verbos transitivos, intransitivos, personales, impersonales, reflexivos”,… Yo seguí mi camino, alejándome de la familia y de las explicaciones de la joven, al tiempo que me preguntaba: Pero, ¿Qué se enseña y qué se aprende en los centros escolares? ¿Y qué habría que enseñar y aprender?
Lo que se enseña y se aprende
Según esta vivencia anecdótica, todo parece indicar que, en la escuela, a los alumnos se les atiborra de conocimientos “metalingüísticos”, es decir se les enseñan saberes relativos a aspectos teóricos y formales de la lengua española (o de cualquier otra lengua), pero no el dominio práctico y real, tanto oral como escrito, de la(s) misma(s). Esta inferencia conclusiva es corroborada por los profesores que impartimos docencia universitaria. En efecto, las nuevas hornadas de jóvenes que llegan a la universidad no poseen, en general y esto sucede cada vez más, tanto las “competencias lingüísticas y textuales” (orales y escritas) como lo que Umberto Eco llamó la “competencia enciclopédica” (conocimientos curriculares: historia, geografía, filosofía, ciencias,…), ni tampoco una capacidad analítica y crítica para poder hacer estudios superiores y sacar provecho del paso y de la estancia en la universidad.
Por su lado, los correctores de las pruebas de acceso a la universidad (PAU o EvAU) constatan, año tras año, que los exámenes de las PAU están llenos de faltas de ortografía, que la expresión lingüística es muy deficiente y que el conocimiento del tema de las distintas materias es nulo o muy escaso. Y, a pesar de esto, han conseguido el título de Bachillerato, el aprobado en las PAU y el acceso a la Universidad con tamañas lagunas. Por otro lado, basta con analizar el comportamiento lingüístico de los jóvenes internautas en las redes sociales para verificar también que la calidad del contenido y la corrección de la expresión de sus producciones lingüísticas dejan mucho que desear. Y, enfin, los informes PISA y de la OCDE dan testimonio reiterado de ello y no dejan lugar a dudas.
Hoy, en el contexto de la pandemia de la Covid 19, la clausura de los centros escolares y de toda actividad educativa presencial, durante el tercer trimestre del curso 2019-2020, y la promulgación del Real Decreto-ley 31/2020, para el curso 2020-2021, han deteriorado y van a deteriorar aún más la ya deficiente formación de los niños, adolescentes y jóvenes, que muchos indocumentados “todólogos” califican indebidamente como la “Generación JASP” (Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados: la generación más y mejor formada de la historia de España). Dejo para otra ocasión el análisis del R.D.-ley precitado, que propone una “enseñanza de rebajas” (aún más degradada y devaluada) y que ofrece un “aprobado general” y la distribución de títulos de ESO y Bachillerato “gratis et amore”. Por eso, algunos pedagogos hablan ya de “generación perdida” para designar a los alumnos (niños, adolescentes y jóvenes) de la era de la Covid 19. Y, por eso, podemos preguntarnos: “Quo vadis?, minister educationis”, Isabel Celáa.
Lo que habría que enseñar y aprender
Originaria y tradicionalmente, y también hoy día, la función y el objetivo fundamental y prioritario de la escuela es hacer transitar a los “analfabetos” (no saber ni leer, ni escribir), que somos todos al nacer, hacia el mundo de los “alfabetos” (saber leer y escribir). A esto debe estar subordinado cualquier otro aprendizaje escolar o cualquier otro aprendizaje escolar debe contribuir a mejorar las competencias lingüísticas, base y fundamento del éxito escolar, profesional y social.
Si hay unas enseñanzas y unos aprendizajes fundamentales e imprescindibles donde los haya, éstos son los lingüísticos: instrumentos para la adquisición de “saberes” (“savoirs”) y de “saber hacer” (“savoir-faire”). Por eso, todo profesor, de cualquier materia, debería ser también profesor de lengua. Y no debemos olvidar, pastichando el adagio popular de “la letra con sangre entra”, que “la letra con letra entra”, Pedro Salinas dixit. De ahí el papel de la escuela para inocular en los niños y jóvenes el virus adictivo y taumatúrgico de la lectura.
La lectura comprensiva y la escritura cooperadora son dos competencias que se pueden y se deben enseñar y aprender, y, sobre todo, practicar, ya que como dijo G. Bachelard, “avoir compris et appris, c’est savoir faire et refaire”. Ahora bien, por los resultados escolares que se obtienen hoy, todo parece indicar que el sistema educativo español está muy lejos de formar “alfabetos” y que, más bien, estamos concibiendo y formando “neo-analfabetos”: individuos, según el poeta Pedro Salinas, que han pasado por la escuela pero que o no han aprendido a leer y a escribir (caso demasiado frecuente) o habiendo adquirido el estatus de “alfabetos” no leen ni escriben, dos actividades o competencias que se retroalimentan mutuamente.
Por todo esto, si un día se consiguiera un lógico y necesario consenso educativo, pensando sólo en el bien de los alumnos de todos los niveles educativos, se debería focalizar la enseñanza-aprendizaje escolar en las enseñanzas lingüísticas, base y fundamento de cualquier otra enseñanza o aprendizaje. Así lo vio Lionel Jospin, cuando se ocupó, en los 80 y 90, del Ministerio de Educación con F. Mitterand y formuló el objetivo fundamental y prioritario de la escuela francesa con tres sintagmas: enseñar a leer, a escribir, a razonar.
O se produce este cambio, jerarquizando las enseñanzas-aprendizajes escolares y privilegiando las lingüísticas o, después, pasa lo que pasa. En general, los alumnos, con unas livianas alforjas lingüísticas, renquean y se arrastran en las enseñanzas no universitarias. Por otro lado, cuando llegan a la universidad, suelen suspender muchas asignaturas o repetir curso o cambiar de estudios o abandonarlos definitivamente. Además, aquellos que terminan los estudios universitarios, al tener que afrontar la entrada en el mundo laboral, se sienten desarmados y abocados a la explotación laboral con trabajos mal valorados y remunerados o simplemente al paro (más del 40,8%, en julio de 2020). Y, entonces, se preguntan: “Y con estos estudios, ¿qué?”.
Con las deficientes y livianas alforjas lingüísticas —después de haber estudiado y aprendido cosas sobre las lenguas, pero no el uso funcional y práctico de las mismas— no se puede salir de casa o tratar de ser un ciudadano cabal, preparado y armado para no ser desinformado, manipulado, engañado y “desempoderado”. De aquellos polvos (enseñanza teórica y formal de la gramática, i.e. de conocimientos metalingüísticos), estos lodos (lagunas en la competencia comunicativa y textual, que es muchísimo más que escribir frases sin faltas de ortografía, y en la competencia enciclopédica).
Manuel I. Cabezas González
Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas
Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada
Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB)