Hace tiempo que las noticias acerca de Venezuela circulan por los medios de comunicación del mundo al mismo ritmo que los millones de venezolanos dejan el país. Antes era la confluencia de crudo e injerencia la que partía de la República Bolivariana.
La crisis económica, política y social se ha derramado hasta ser un asunto global que se vuelve un conflicto subsidiario. Cada actor va dejando claro las cartas que utilizará, pero, más allá del amontonamiento de intereses internos y externos, en algún momento el caos actual que se vive en el país caribeño deberá ser tratado desde su raíz.
Cipriano Castro, Carlos Andrés Pérez o Nicolás Maduro: el caracazo se ha amplificado en un venezolazo crónico; la máxima marxista según la cual la historia se repite dos veces, una como tragedia y la segunda como farsa, ha sido sobrepasada hace rato y se va transformando en una esfera grotesca que aplasta el augurado florecimiento.
Venezuela necesita instituciones democráticas junto a una gestión inteligente del petróleo para desarrollarse y redistribuir realmente su riqueza. Sin embargo, todo esto será imposible hasta que no se haga una reflexión integral. Que el país con más reservas de petróleo del mundo sea uno de los más inseguros, con la mayor inflación y que más emigración genera, no es solo consecuencia de una eventualidad económica ni tampoco de la coyuntura política.
Los descomunales niveles de violencia no se explican únicamente con la crisis y los datos en años de relativa bonanza así lo manifiestan; Caracas suele aparecer en el primer o segundo puesto en los rankings de ciudades con más homicidios del mundo.
Los problemas acuciantes imponen también un estudio pormenorizado de la estructura social de Venezuela, incluyendo elementos aparentemente insignificantes con el fin de rever su historia y reescribir el futuro. Para frenar el arrastre de corrupción o de voracidad hace falta una visión crítica del pasado y de todos aquellos ingredientes de diferente magnitud que nutren ese lastre.
La pátina de los símbolos puede ser uno de esos elementos obstaculizadores: la omnipresencia de una bandera que tiñe cada expresión es un ejemplo; los venezolanos, llevando alguna prenda con los colores patrios, han desencadenado un merchandising que los envuelve en la desavenencia.
Cuando a esto se le agrega la exagerada figura de un Simón Bolívar improbablemente bolivariano, la justificación nacionalista se encarna y brinda ese ansiado respaldo casi religioso que se esfuma en cuanto lo urgentemente tangible comparece.
Los venezolanos seguramente tienen la capacidad de dejar de usar la bandera como una venda en los ojos y desplegarla como mantel en la mesa de negociaciones desde donde brotará el análisis desapasionado, la comprensión y un consenso básico acerca de ese paraíso terrenal descrito por Colón, pues, como la ciudad italiana que dio origen a su nombre, parece que se hunde, pero debe seguir a flote.
Augusto Manzanal Ciancaglini
(Politólogo)