En este año se ha celebrado el Mundial de Fútbol y ha dejado una tentadora reflexión. Luego de un inexorable avance, muchas veces sin brillo, la selección francesa llegó a la final y se enfrentó a la selección croata que, con una gran fuerza de voluntad y devastada físicamente, había logrado también un puesto en el último encuentro de la Copa del Mundo.
Dentro de los catorce hombres que jugaron para el equipo francés se apreciaron claramente diversos orígenes: camerunés, maliense, martiniqués, guineano, argelino, portugués, alemán, angoleño, italiano, congoleño, togolés o español. A simple vista cinco blancos y seis negros o mulatos saltaron al terreno de juego para conquistar el segundo trofeo para Francia.
Por su parte, la selección croata contó en sus filas con una gran mayoría de jugadores con raíces croatas, uno de ellos nacido en Bosnia y Herzegovina y el otro en Suiza. En conclusión, el mundial se dirimió entre un multiétnico grupo de deportistas y otro culturalmente uniforme.
Antes del partido parecía una quimera que los poderosos blues cayeran ante los desgastados “fieros”. Sin embargo, los croatas comenzaron mejor. Como algo previamente decidido los franceses abrieron el marcador con un autogol, el elenco balcánico lo empató poco después con más pasión que estrategia. Durante aproximadamente toda la primera parte la batalla fue pareja, luego fueron llegando los demoledores goles galos. Con el resultado definido de 4 a 1 el portero y capitán francés regala un gol para darle algo más de suspenso al juego, pero la final ya estaba sentenciada: Francia campeón del mundo.
Este encuentro deportivo cae en el momento justo; representa una década en donde políticamente se ponen de manifiesto diferentes reacciones a una imparable globalización cargada de desequilibrios que esperan ser asimilados y gestionados.
Las arrastrantes fuerzas políticas arrastradas por sociedades cada vez más abiertas muchas veces dejan crecer el juego del rival nacionalista, e incluso se meten autogoles. Al igual que los jugadores franceses, tienen la suerte de contar con la inercia de la historia, pero no por eso se pueden confiar; el equipo “puro” no para de atacar. El futuro aguanta y cansa al adversario, solo así se volverá progreso y, como el campeón del mundo, podrá liquidar el match.
He aquí el juego más antiguo: el del Templo de Jano, cuyas puertas deben estar cerradas para poder abrirse.
Augusto Manzanal Ciancaglini
Politólogo