Me parece que no digo nada nuevo al afirmar que la generación de nuestros padres, la de las mujeres y hombres que vivieron la niñez y juventud en la posguerra es la que ha hecho posible el estado de bienestar del que disfrutábamos hasta hace unos años, y creo que todos reconoceremos las dificultades que tuvieron que superar, el generoso esfuerzo que hicieron. Lo natural, lo humano sería estar agradecidos. Sin embargo, ante la primera oportunidad de justificar una reducción del gasto, son ellos la diana más fácil de los recortes: Les dificultamos el acceso a sus ahorros, los abandonamos en las residencias en el momento más duro de la pandemia y actualmente mantenemos cerrados los consultorios médicos de los pueblos con los que se facilitaba el acceso al sistema de salud con una atención cercana, hasta familiar, que tantos beneficios aportaba. En su lugar, ahora la atención se lleva a cabo en el Centro de salud comarcal, lo que les obliga a desplazarse (sin medios en muchos casos), y para acceder al servicio se ha habilitado un teléfono que las más de las veces resulta inútil porque parece que ni el personal que lo atiende ni la tecnología que lo sustenta son suficientes.
No quiero hablar ahora de los dos primeros puntos que menciono como ejemplos, obviamente no porque considere que son menos importantes sino porque la necesidad de reabrir los consultorios de los pueblos parece una tarea sencilla, fácilmente abarcable, un ajuste en la situación actual que, en un análisis inicial, claramente se ve que aporta más en todos los sentidos (social, sanitario, incluso económico) que lo que pudiera restar, ya que el salto cualitativo que supone la recuperación de este servicio frente a la insuficiencia del actual modelo es, sencillamente, incomparable.
Si no fuera por la frustración y la impotencia que genera a diario a cientos de personas, especialmente a las que nos referíamos al principio, lo que a continuación les relato sería merecedor de un sketch humorístico de dudoso gusto. Les cuento; hace unos días pude comprobar personalmente el muy deficiente funcionamiento del sistema de citaciones con el que se iniciaría la atención primaria: Marqué el número que en la tarjeta sanitaria figura como teléfono de petición de cita. Tras unos cuantos tonos sin respuesta, escuché una locución que me informaba de que todos los agentes estaban ocupados y me invitaba a que dejara un número de teléfono con el que se pondrían en contacto conmigo, invitación sin sentido ya que acto seguido me decía la locución que el buzón estaba lleno (me imagino que debido a que ese buzón está desatendido, lo que me lleva a preguntarme si los que lo llenaron con sus mensajes todavía estarán esperando la prometida llamada del operador). La locución continuó, la voz siguió dando instrucciones difíciles de seguir por incomprensibles (Si su teléfono es de tonos, puede marcar la extensión en cualquier momento. Si desea un directorio de extensiones pulse 4; de lo contrario permanezca en la línea para que le atienda una operadora. Espere mientras se intenta transferir la llamada. Marque el número al que desea que se transfiera su llamada). Tras intentarlo varias veces sin éxito, y ya algo cansado de la voz machacona repitiendo inútilmente que el buzón estaba lleno, decidí buscar en internet otro número de teléfono con el que quizás tuviera más suerte. Lo encontré y lo marqué.
Otra vez la voz de una centralita automatizada me señalaba los pasos a seguir: “Pulse uno para tal, pulse dos para cual, tres para lo otro, diga la fecha de nacimiento…” para, por fin, tener a una persona de verdad al otro lado de la línea que, por el diálogo inicial, necesitó que me identificase nuevamente; acaba la conversación diciéndome que me va a pasar con el Centro de Salud de referencia… Y volvemos al principio: tono, tono, tono… locución que me dice que no hay operador disponible, que deje un mensaje, que el buzón está lleno… Me doy cuenta entonces de que este segundo número que pensaba que sería un atajo es en realidad un camino más largo que me lleva al mismo sitio; eso sí, aquí al menos tengo la oportunidad de hablar con una persona de carne y hueso, lo que me lleva a marcar nuevamente el número de internet para poder confirmar que no hay otra forma de hacerlo. Tras la ratificación, pruebo todavía algunas veces más con el número directo; finalmente desisto, lo dejo por imposible. Yo tengo 55 años, con una cultura en los nuevos medios tecnológicos suficiente, me considero bastante paciente y me rendí; no sé cómo pensamos que puede desenvolverse un ciudadano 30 años mayor.
Descartada la plausible hipótesis de una “cámara oculta”, lo surrealista de la situación podría conducirnos a la sospecha de que se trata de una invitación a desistir, una burda pero sofisticada estrategia para reducir la demanda del servicio, legitimada tal vez por los imperativos impuestos por la Covid-19, pero tras la que se oculta una muy dolorosa realidad: justo antes de la pandemia, la inversión en atención primaria suponía, según datos del propio Ministerio de Sanidad, tan solo un 14,2% del gasto sanitario total, más de 20 puntos por debajo de la media europea. Un informe de Amnistía Internacional nos coloca a la cola europea de ratio de personal médico y de enfermería por habitante en atención primaria, por debajo de la mitad de los países de nuestro entorno. ¿Creen que se justifica por la “crisis”?… pues, enfatiza el informe, en la década comprendida entre 2009 y 2019, mientras que la riqueza total en España se incrementaba el 8,6%, el gasto sanitario público (por cierto, uno de los mecanismos más obvios de reparto de la riqueza) se veía reducido en un 11,21%, frente al gasto sanitario privado, que se habría incrementado en un 16,28%. No hace falta ser un experto en política sanitaria para concluir que esta situación parece profundamente errada desde el punto de vista de la optimización de la inversión sanitaria, pues el gasto en atención primaria resulta especialmente eficiente en la prevención de la enfermedad y su diagnóstico temprano y, en consecuencia, reduce el gasto sanitario total. Además, resulta esencialmente injusta; agrava el deterioro de los servicios en las zonas rurales, acelera el vaciado de la “España vaciada” y, sobre todo, limita gravemente el acceso a la salud de los más vulnerables, particularmente de nuestros mayores, para quien la atención del personal médico y de enfermería representa mucho, muchísimo más que el cuidado de su salud, hasta constituir uno de los pilares de su bienestar y calidad de vida
No es necesario un análisis muy profundo para valorar que lo que estamos haciendo con nuestros mayores, a quienes estamos obligados a proteger, habla sobre nosotros y que lo que dice es, por decirlo suavemente, poco honorable; tampoco hay que ser muy espabilado para entender que, si una mirada empática al más débil fortalece el tejido social (tan necesario siempre), por lógica la forma en que estamos actuando con nuestros padres lo debilita.
Así pues, por injusto, por ineficiente, por el enorme impacto sobre el deterioro de la calidad de vida de nuestros mayores, a cuya generación, como decía al principio, debemos la estabilidad política y la prosperidad económica y social de las últimas décadas, resulta de todo punto inaceptable que se mantengan cerradas infraestructuras existentes, que han demostrado ser muy útiles. Urge, en consecuencia, instar por todos los medios disponibles a los responsables políticos para que, a la mayor brevedad, movilicen los recursos necesarios para revertir esta situación que ya resulta insostenible. Esperemos que en esta ocasión sí sean capaces de priorizar una medida que parece perfectamente viable, eficiente en lo económico, y extraordinariamente fecunda en sus consecuencias sociales.
David Cantón Jáñez