«Bembibre», por Elba Casado

Hay lugares olvidados, que sólo se reseñan en las guías con breves líneas  y a veces ni siquiera eso. Lugares que carecen de  estrella destacada como punto de interés. 

Me resisto a imaginar que la Villa de Bembibre, insignia de la cuenca del Boeza, no figure en el mapa ni tenga alma para  embaucar  al forastero. A partir de darle vueltas a esta idea, que aún hoy me sigue rondando, avivé mi  curiosidad y decidí visitarla.

Salí desde la estación de tren de Ponferrada en dirección a la capital del Bierzo Alto. El viaje resultó corto y tranquilo. Desde la  ventanilla vislumbré  a lo lejos  la estación de Bembibre, que me pareció fantasmagórica, invadida por una soledad sepulcral. Nada más apearme del tren, el olor a decadencia, que no a viejo (pues su última capa de pintura la había enmascarado), me devolvió por instantes a otro tiempo.  Mi primera impresión no había sido agradable pero no me resistía a saborear esta villa. Caminé a  lo largo de una calle, que en principio me llevaría hacia algún lugar de interés,  envuelta en esa  nostalgia que también impregnaba el ambiente. Ante mí se alzaban  casonas señoriales, esplendorosas,que parecían  rendidas y resignadas al paso inexorable del tiempo. Algunas me cautivaron con su belleza, sobre todo una, en cuya planta baja  había una ferretería con solera,  que exhibía en su escaparate  algunas joyas, entre alguna que otra modernidad. Tanto llamó mi atención, que decidí entrar en ella.

     -¡Buenos días! -exclamé.

El dependiente, enfundado en un mono azul a la antigua usanza, me saludó con una mueca. Aquella  tienda era un cajón desastre de cuyas paredes emanaba un atrayente olor a rancio, un espacio fascinante para la búsqueda de un tesoro.

     -Vengo de paso y no sé cómo llegar al centro -añadí.
     -Ah! Está aquí mismo, un poco más adelante. Mire, ya se ve  la plaza del pueblo -dijo el dependiente mientras se acercaba a mí-. Nosotros ya estamos recogiendo, porque hoy cerramos antes, la procesión sale a la una y ya sabe que esto sólo se repite cada siete años.

La verdad, me quedé fuera de juego. No sabía a qué se refería aquel señor de baja estatura y aspecto avispado… pero tenía que ser algo extraordinario, dado su  júbilo, y,advirtiendo  que yo estaba en la inopia,- me aclaró-:,

     -Hoy es la Salida  del Santo, y los pueblos de la cuenca del  Boeza y  sus aledaños  se reúnen en  Bembibre  portando sus  cruces  y pendones  para acompañar al santo Ecce-Homo, nuestro Patrón, que sólo sale  cada siete años.  Además,  es tradición que al menos un miembro de cada familia lo acompañe… ¡Es todo un acontecimiento! ¡No se lo puede perder, señorita!

“Las casualidades existen, y a  veces se antojan perfectas”, pensé,  mientras mi improvisado guía  seguía dándome unas cuantas  indicaciones más: 

     -Hace muchos años, el santo Ecce Homo hizo un milagro librando al pueblo  de una fuerte  sequía  y desde  ese día,  cada siete años, baja en procesión desde  el Santuario hasta la iglesia de San Pedro, donde permanece  durante nueve días  para  después  peregrinar de nuevo  hasta su morada.   
     -¡Que historia tan bonita! -asentí-.  ¿Y por qué sólo sale cada siete años?
     -Pues ahí ya me pierdo -me contestó algo ruborizado-, no sabría decirle, pero creo que es porque el siete es un número mágico  en nuestra cultura…, aunque no me haga mucho caso.

Me despedí agradecida  y continué rumbo a la Plaza Mayor. La villa comenzaba a desperezarse, según avanzaba en mi recorrido por la misma.  Los oriundos paseaban  animados, mientras que otros hacían  corrillos  improvisando tertulias  callejeras.  Todos lucían  sus atuendos de  fiesta.

Al fondo de una estrecha calle, engalanada con banderas y estandartes  que colgaban de los balcones, se erigía solemne la espadaña de la Iglesia.  Sus  robustos sillares  exhibían un  lozano  campanario  y  la cúspide la presidía un Santo Redentor con los brazos extendidos,  que parecía darme  la  bienvenida. 

Llegada a este punto, decidí hacer un descanso  para detener  aquella estampa por unos instantes. La  plaza era  cuadrada y  conservaba parte de sus edificaciones de  antaño. Bellas balconadas,  ondeando  sus   desempolvados estandartes, surgían  de los  grandes soportales que   bordeaban   la  plaza, a la vez que acordonaban  la iglesia, que  ocupaba toda  la parte central.  En  los inmediatos aledaños  había varios cafés con sus terrazas  al aire libre, abarrotadas de gente.

De repente, un grupo de mujeres, con mantilla blanca, se levantó  de una  mesa y, sin dudarlo, tomé asiento justo enfrente de la puerta  principal de la iglesia, que me pareció de origen románico. Desde esa perspectiva advertí que el  ayuntamiento estaba  cubierto  con  todos los escudos  de los municipios del Bierzo, aportando aún más colorido al escenario.  

     -¿Que desea tomar? -me preguntó el camarero-, que llevaba libreta en mano  y desprendía  gotas de sudor por la frente.
     -Una caña,  por favor –respondí–,  al mismo tiempo que le preguntaba si salía desde aquí la procesión 
     -No, no, aquí llega! -me dijo-. Sale desde el santuario. Y, mientras hacía un gesto con la mano y se disponía a servir otra mesa de la terraza,  me señaló la ubicación. Mire, por debajo del Ayuntamiento hay un pasadizo,  con unas escaleras que le llevarán  directamente a la  plaza del Palacio, y desde ahí cualquier callejuela que vea cuesta arriba le llevará a la explanada del Santuario. Es el  camino  más corto, aunque el más cansado. 

Lucía un agradable sol a aquella hora de la mañana, bajo el que se paseaban algunas personas emperifolladas, además de otros   ataviados  con  su traje regional. Todo era perfecto en aquel  instante, incluso el olor de los chichos con patatas,  que me había traído el  camarero como pincho.  

     -Disculpe, oí que le preguntaba al camarero, por lo que imagino  que usted no es de por  aquí, ¿verdad? Bueno, si  necesita más información yo  puedo ayudarle -terció  un  hombre ya de avanzada edad, que  ocupaba la mesa de al lado-.

Aquel señor tenía facciones amables y un porte elegante acentuado por  el  gran medallón de plata  que lucía, con la imagen de un Cristo. 

     -Sí, es la primera vez que vengo y el día elegido no ha podido ser mejor -contesté con amabilidad. 
     -He de confesarle que no hay muchos monumentos en pie, que es lo que más suele  gustar a los turistas, pero los hubo  -continuó  el hombre todo animado-, aunque lo importante, para mí, es la  historia y las anécdotas, y de esas tenemos muchas.  

Entonces, dejé que aquel buen señor me explicara lo habido y por haber acerca de la historia y aun toda suerte de anécdotas y dichos bembibrenses. 

     – Mire esta Iglesia  la quemaron los mineros  en la revolución del 34 –prosiguió con su discurso-, sólo sobrevivieron  sus  muros  y el Cristo que,  gracias a su túnica carmesí,  lo consideraron uno de ellos. Lo apodaron   El Cristo Rojo,  y hasta lo llevaban a las barricadas para purgar las culpas. Ve, eso es lo bonito, la historia.   

El hombre ,era  rechoncho, de pelo cano aunque en  algún tiempo debió de ser rubio dado el color  de su tez y  de sus ojos, que eran azules. .Era un hombre con discurso que  parecía muy entusiasmado contándome aquellas historias. Y quise empaparme con sus dichos y leyendas. 

     -Ahora, si sube por ahí arriba verá cuatro piedras que quedan de la muralla  del antiguo castillo o “palacio”, como le llaman  algunos de por aquí, pero como le digo  lo bonito  es la historia y las leyendas que  se fraguaron en sus  muros… En fin -suspiró, mientras le daba el último trago al vermouth-,- la tengo que dejar, que me están esperando mis  compañeros de la cofradía. Ha sido un placer  conversar con usted… ¡Qué pase un buen día  señorita! 

En ese momento, que aproveché para darle  un  último sorbo a mi cerveza, nos despedimos y me dispuse a proseguir mi recorrido por Bembibre.

El  pasadizo me introdujo de inmediato en una cumbre de escaleras que me aventuré a escalar. Con el aliento  al límite, llegué a la cima, donde me aguardaba  un  jardín  de cuento poblado por árboles de color  púrpura, que proporcionaban  esa pincelada mágica   sobre el resto de la vegetación. Entre caminos serpenteantes había varias  columnas de piedra con  techumbre de madera, que  hacían de cenador, donde  me refugié  del sol  para disfrutar  de  la   panorámica. Al Norte se alzaba  la Sierra de Gistredo,  con un pueblo  a  sus pies. Al Sur se erigían los restos de la antigua  muralla, que  eran un  balcón  con vistas a  un campo labrado de   huertas, sólo interrumpido  por  un corro  de  cipreses  que señalaban el Campo Santo,  y al fondo, vigilante, la  Sierra de San Pedro. 

El jardín   estaba custodiado por  los  restos  del  patio de armas  del  ya  inexistente castillo  medieval,  cuyo  escenario, tal y como rezaba en la placa informativa, fue inspiración  del  escritor romántico  Enrique Gil y Carrasco para escribir “El Señor de Bembibre” .

Un reloj, tal vez del ayuntamiento, me recordó, con sus campanadas, que ya era la una del mediodía. Del jardín  partían varias  callejuelas,  pero yo opté  por  la más empinada, según  las  indicaciones que me diera el amable camarero. Adobe, madera y piedra se conjugan a la perfección  en gran parte  de las viviendas, que,  amontonadas, se sucedían ramificándose en forma laberíntica. La empinada cuesta  llegó a su fin   y, en ese punto, divisé el Santuario, al  fondo de un largo jardín del que emergían cientos de cabezas.  

De su armadura  neoclásica sobresalía  la torre cuadrada que albergaba el  campanario  así como  un cuerpo circular, adosado a  la fachada que,  a modo de almena, le daba  cierta  singularidad. El bullicio era ensordecedor, que se acentuó cuando comenzaron a   repicar  las  campanas de la iglesia. Entre la muchedumbre emergían  los coloridos pendones  que  competían  por tocar el cielo.

Las puertas del templo se abrieron  y, ante el clamor del pueblo, apareció  su Patrón, un Cristo flagelado que, atado a un columna y cubierto con el paño del pudor,  arrancó en procesión sobre  una  carroza dorada   conducida  por un grupo de  cofrades. Cruces, estandartes, autoridades  civiles  y religiosas y  mujeres  con mantillas y  mantones desfilaron ante mis ojos bajo una banda sonora  de aplausos y  piropos. La escena, casi pastoril,  consiguió emocionarme,  aunque no sea, lo confieso, devota de santos  ni de curas.

La romería continuó calle abajo, momento que aproveché para perderme por las  callejuelas, ahora  con más calma y menos sofoco. Un olor  a pan recién horneado inundaba toda la calle, cuyo aroma  me guío hasta un portalóon de madera. Como una niña golosa  me adentré con timidez en aquella panadería, en la que estaban dos orondas   mujeres, que embadurnadas de harina, amasaban  junto a un  negruzco horno  de leña. 

     -Perdonen, pensé que  podría comprar  algo de pan -les dije.-
     -Sí, vaya por la parte de atrás,  ahí está el despacho -me aclaró con amabilidad   una de la mujeres, la más rolliza-. 

El despacho de pan pasaba inadvertido. Era una estancia pequeña y, salvo el mostrador y unas sencillas  estanterías, estaba como vacío. Entre hogazas, roscones y  magdalenas  los ojos se me fueron a unas tortas de chicharrón. Salí de allí con la más grande en la mano  y continúe, calle abajo, descendiendo por  una angosta  escalera  que me situó  de nuevo en  la Plaza Mayor. A esa hora de la tarde  me resultaba imposible caminar por la zona, ya que la  multitud la había colonizado. Le di el  último bocado  a mi torta, al tiempo que estallaron  las bombas, que anunciaban  la  llegada del  Santo, el cual   se ocultó bajo  un arco multicolor formado por decenas de  pendones  y, en medio de esa sinfonía de colores, su imagen  desapareció en el interior del Templo.

Al  atardecer las gaitas empezaron  a sonar y, con su melodía,  me fui en dirección a la estación de tren, embargada por la nostalgia.   Caminé dejando atrás  el escenario de un día imborrable.

Subí al tren bajo la triste mirada de la desoladora  estación. Bembibre  ya quedaba  atrás, y yo me dirigía a mi punto de partida,   poniendo así  fin a un insólito viaje por  esta entrañable villa del Bierzo Alto.

 

«Bembibre» es un relato de Elba Casado, una bembibrense alumna del Taller de Escritura que imparte Manuel Cuenya en Ponferrada. 

 

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