Cuentos para ser oídos: La flor de Lirolay

Este cuento tradicional lo aprendí también de Rosario Merayo, mi abuela materna. Aunque en esta versión lo haya traído desde la oralidad a la escritura; sin embargo, su esencia es la de una narración para ser contada, oída y memorizada. De este cuento se han recogido otras versiones en todo el NW Ibérico, muy semejantes a esta. Esta versión tiene la virtud de incluir muchos detalles y, sobre todo, de ser tradicional del Bierzo. Espero que os guste y que, entre todos, contribuyamos a que las generaciones futuras reciban y disfruten del legado que hemos heredado.

La flor de Lirolay

Eran dos y estaban muy enamoramos, él era rey y ella era reina. Cuentan que fueron los reyes más enamorados que han existido.

Un mal día la reina enfermó, quedó de repente sumida en un letargo de dolor y sufrimiento. El rey, afligido al ver padecer a su amada, enseguida llamó al médico de la corte; pero los remedios de aquel doctor no lograron que la reina mejorase nada. Fue después de eso cuando convocaron al mejor médico de la ciudad, pero fracasó también; conque hicieron buscar al médico más famoso de la comarca, después al de mayor prestigio de todo el reino, de los reinos vecinos… Ante la desesperación del rey y de la corte, no hallaron a nadie que pudiese curar o, al menos, atajar el dolor de la reina.

Como último recurso el rey mandó publicar bandos para ofrecer una gran recompensa a quien fuese capaz de curarla. Solamente se presentó un médico anciano, al que nadie conocía y del que se ignoraba el lugar en el que moraba. Al ver a la reina, al coger su mano y observar los detalles de su cuerpo, enseguida dijo que aquella enfermedad que amortecía a su majestad solo se podía curar con la flor de lirolay. La flor de lirolay es muy humilde y sencilla, pero extremadamente rara, advirtió. El médico dijo que, si bien no había duda de que la reina se curaría con esa flor, él desconocía donde encontrarla; por ese motivo no podía curar a la reina. Su vida no corría peligro, permanecería en ese estado de amortecimiento doloroso hasta que la vejez la llevase para el otro mundo y, para evitar esa vida de sufrimiento, era necesario empezar a buscar esa flor allí donde estuviese.

Mandó el rey publicar bandos en los que prometía entregar grandes extensiones de tierras y el título de conde a quien la encontrase. Si quien la encontrara fuere un conde, le daría el título de marqués, y si fuere un marqués quien la encontrase, le concedería el de duque.

Así, cientos de personas de aquellos reinos; hombres y mujeres, nobles y plebeyos; comenzaron la búsqueda de la flor de lirolay.

La flor de Lirolay

Vivía en aquel reino una familia muy pobre. Era una mujer viuda con tres hijos: dos mozos y un rapacín. Hablaron de aquel asunto en casa y decidieron que el mayor de ellos saliese a buscar la flor de lirolay. Para el viaje la madre le hizo un bocadillo, él lo metió en el morral y salió al mundo a buscar la flor.

El mayor empezó su caminata y le fue preguntando a quien veía; sin embargo, nadie parecía saber nada de nada de aquella flor. Un día llegó a un cruce de tres caminos, donde estaba sentada una señora mayor con un niño de teta. Al verlo llegar le dijo:

– Caminante que caminas y haces camino al andar ¿podrías darme un poco de tu bocadillo para mi niño alimentar?

– No señora, no se lo puedo dar; lo necesito para mí, que estoy buscando la flor de lirolay; ¿sabe usted donde la podría encontrar?

– Pregunta en aquel mesón que está en el camino de la izquierda.

El hermano mayor llegó al mesón, llamó con la aldaba. Al momento la puerta se abrió y una fuerza misteriosa, con la energía de un huracán, lo absorbió para dentro de la casa, lo tragó y enseguida, de un golpe, se cerró la puerta. El mayor quedó encerrado en aquel mesón, sin poder salir ni hablar con nadie; parece ser que aquella venta era una de las puertas del purgatorio.

La madre, preocupada porque pasaban los meses y no tenía noticias del mayor, le dijo al mediano que fuese por el mundo a buscar a su hermano y, de paso, a ver si daba con la flor de lirolay. Partió el hermano mediano un día, con un bocadillo para el viaje.

El hermano mediano preguntaba, pero aquella flor era un misterio para todos. Llegó al mismo cruce de tres caminos donde estaba sentada la señora mayor, con un niño de teta en brazos. La anciana le dijo:

– Caminante que caminas y haces camino al andar ¿podrías darme un poco de tu bocadillo para mi niño alimentar?

– No señora, no se lo puedo dar; lo necesito para mí, que estoy buscando la flor de lirolay; ¿sabe usted donde la podría encontrar?

– Podrás llegar a la flor de lirolay por el camino de la derecha, el que va entre el bosque.

El mediano se fue por el camino de la derecha. Al poco de entrar en el bosque, los árboles se abalanzaron sobre él y, con gran furia, se le enredaron las ramas en los pies y lo lanzaron por el aire. El vuelo acabó a la puerta del mesón. Nada más caer, la puerta del purgatorio se abrió y una fuerza misteriosa lo arrojó al interior. La puerta se cerró, estridente, y allí quedó encerrado en aquella venta, sin poder salir ni hablar con nadie; sin saber siquiera que allí estaba su hermano mayor.

Pasaron varios meses y la madre y su hijo pequeño estaban preocupados. Un día el rapacín le dijo a su madre que le preparase un bocadillo, que ya tenía el morral listo para salir a buscar a sus hermanos; así que, en cuanto tuviera su permiso, saldría al mundo a buscarlos.

La madre no le daba permiso, temerosa de que el pequeño no volviera, de que se perdiera por el mundo como sus hermanos. Sin embargo, el pequeño porfiaba y porfiaba, hasta que la madre, con lágrimas en los ojos, aceptó.

Salió al mundo el más pequeño de los tres, preguntando por sus hermanos. Un día llegó al cruce aquel de tres caminos, donde estaba sentada la señora mayor con un niño de teta. Al verlo llegar la señora le dijo:

– Caminante que caminas y haces camino a andar ¿podrías darme un poco de tu bocadillo para mi niño alimentar?

– Claro que si señora, se lo daré todo entero, que le hace más falta a usted y al niño que a mí.

– Gracias niño, que tu generosidad se vea doblada – y al momento en el morral aparecieron dos bocadillos, sin que el rapacín se diese cuenta – Dime niño, ¿qué te trae por estas tierras?- Pues verá usted señora, estoy buscando a mis hermanos mayores, que se perdieron por el mundo buscando la flor de lirolay; ¿no los habrá visto usted por aquí?

Y la anciana le contestó más o menos con estas palabras:

– Yo te diré donde están, pero antes tendrás que ir tú mismo a por la flor de lirolay. La flor de lirolay está al pie de un gran árbol en un claro del bosque. Deberás ir por el camino de la derecha, pero has de tener mucho cuidado y fe en lo que te digo, escucha con atención: Nada más entrar en ese camino los árboles se abalanzarán sobre ti, tendrás la impresión de que te van a atrapar con sus ramas. Si permaneces siempre caminando por el centro del camino, justo en el centro sin desviarte, las ramas no te alcanzarán, aunque te rocen no te podrán agarrar. Cuando llegues al claro tendrás que hacer caso de tu corazón para saber cual es la flor que buscas, cuando la veas tendrás que explicarle por qué la quieres cortar y, bueno, a ver qué pasa; nunca se sabe. Cuando vuelvas aquí deberás venir por el centro del camino, lo mismo que para entrar. Te estaré esperando para decirte dónde están tus hermanos.

A primera vista aquel bosque parecía un paseo tranquilo y apacible entre árboles. Al poco de adentrarse en el bosque todo se oscureció, parecía que se hacía de noche en pleno día. Los árboles empezaron a mover sus ramas de un lado para otro con tal fiereza que cortaban el viento entre silbidos, como látigos rabiosos. Se inclinaban de un lado y del otro hacia el rapaz para intentar agarrarlo, le rozaban el cuerpo con la punta de las ramas; pero, como él no salía del camino, casi ni lo tocaban. A pesar del miedo que pasó, por fin los árboles se tranquilizaron; dejaron de moverse y salió de nuevo el sol. En medio de un claro, vio un gran árbol que derramaba mucha sombra sobre unas cuantas florecillas.

Comprendió que una de ellas era la flor de lirolay. Se sentó a observar y le entró el hambre, por eso metió la mano en el morral buscado algunas migas que pudieran quedar por allí; entonces descubrió maravillado que tenía dos bocadillos de delicioso aspecto y olor. Comió y se acercó a las flores. Le llamó la atención una, parecida a todas las otras, una flor sin nada de particular. Se acercó a ella y, con el pensamiento, le preguntó si era ella la flor de lirolay. Supo que aquella era la flor que buscaba, entonces le dijo que la necesitaba para curar a la reina; que, si ella daba su permiso, la cortaría y la llevaría con él, que así la reina se podría curar y de aquella planta podría nacer otra flor como ella.

Al acabar esta conversación la flor se dobló por el tallo, como si dijese que sí con una reverencia. Entonces la cortó y la guardó en una bolsa de tela que llevaba en el morral.

Salió del bosque con las mismas precauciones que para entrar y llegó a donde estaba la anciana. Al verlo salir le dijo:

– Veo que traes contigo la flor de lirolay, la flor que solo alguien de buen corazón puede encontrar. Con esa flor se curará la reina. Ahora te diré donde están tus hermanos: Camina por el sendero de la izquierda, verás un mesón, toca en la aldaba y allí estarán tus hermanos.

Dicho esto, la anciana se fue caminando y desapareció de la vista del chaval. Él caminó hasta la venta, hizo sonar la aldaba y, al momento, la puerta se abrió. De dentro salieron sus dos hermanos, como si cayesen rodando por las escaleras.

Al verse los tres se alegraron y, al mismo tiempo, se sorprendieron por todo lo que acababa de suceder. Mientras volvían para casa, el pequeño les fue contando su aventura y, al pasar por el cruce de los tres caminos, les dijo que tenía la flor de lirolay. Entonces los dos mayores se miraron entre ellos y, sin más, lo mataron y allí mismo lo enterraron.

Con aquella flor se curó la reina. Los reyes volvieron a ser felices, a amarse en plena salud. El rey les concedió a los dos hermanos el título de condes, extensas tierras y un castillo a cada uno de ellos. La madre desde entonces vivió sin dificultades económicas, pero siempre triste por la desaparición de su hijo más pequeño.

La flor de Lirolay

Al cabo de algún tiempo, en la zona donde estaba el cruce de los tres caminos, se juntaban los pastores con los rebaños. Donde habían enterrado al niño nacieron unas cañas y, con ellas, hizo un pastor una flauta. Cuando estuvo la flauta lista sopló para probarla y la flauta, en vez de hacer música, cantó y dijo esto:

– Cantai pastores, cantai; cantai y bailai. Aquí me enterraron mis hermanos por la flor de lirolay

El pastor, asustado, tiró la flauta al suelo. Poco después volvió a probar y, al soplar, la flauta dijo:

– Cantai pastores, cantai; cantai y bailai. Aquí me enterraron mis hermanos por la flor de lirolay

Pronto se corrió la voz del misterio de aquella flauta, hasta que el mismo rey convocó al pastor y a los condes, hermanos del niño muerto.

En el salón de recepciones, ante el rey y la reina, le mandaron al pastor tocar aquella flauta. La flauta, ante toda la corte del palacio, dijo:

– Cantai pastores, cantai; cantai y bailai. Mis hermanos me mataron. Ellos me robaron la flor de lirolay

Con gran pasmo, revuelo y entre altas voces y aspavientos, los condes acusaron al pastor de falsario y de embaucador, pidiendo incluso su muerte. Entonces, el rey mandó llamar al mejor de los flautistas oficiales de la corte y le ordenó que tocase una famosa melodía, conocida por todos. Se hizo un gran silencio en la sala del trono para oír a aquel virtuoso de la flauta; sopló para tocar aquella famosa melodía, pero la flauta no le obedeció y se oyó:

– Cantai músicos, cantai; cantai y bailai. Mis hermanos me mataron. Ellos me robaron la flor de lirolay

En el salón del trono hubo una gran exclamación de misterio y sorpresa, todas las vistas se fijaron en los condes y el rey mandó hacerlos presos. Aquel mismo día unos operarios, mandados por el rey, excavaron donde nacían las cañas con las que se había hecho la flauta. El rey dirigía la maniobra, enseguida apareció el cuerpo del niño, sonrosado. Lo sacaron de su tumba entre llantos de la madre y entre la indignación de todos los presentes. Entonces se dejó ver aquella anciana que estaba en la encrucijada de los tres caminos; ahora no parecía una anciana, era de apariencia más joven y a algunos les pareció que era la virgen María. Se acercó, cogió en sus brazos el niño y le sopló en la frente, como para quitarle unas arenas que tenía; en su frente brilló una estrella y, al momento, el niño abrió los ojos y dijo:

– Gracias, señora.

El gentío quedó impresionado y, cuando quiso reparar, ya la señora, la virgen María, se había ido sin saber a dónde.

Mandó el rey a la mazmorra a aquellos dos hermanos asesinos, los despojó de todos sus títulos y posesiones y le hizo entrega de todo ello al pequeño; para compensarlo por la injusticia que había sufrido le dio el título de Marqués de Lirolay y a la madre el de condesa. También mandó construir un santuario en el lugar donde se había aparecido la virgen María, dedicado a Nuestra Señora de Lirolay.

Al poco tiempo hubo un juicio contra los dos hermanos asesinos. El rey los sentenció a muerte, lo que apenó mucho a su madre y a su hermano pequeño. Entonces el Marqués de Lirolay intercedió y dijo que, como hermano y por el amor de su madre, los perdonaba; como marqués le pidió al rey que les concediese el indulto de la pena de muerte a cambio del destierro y que, de este modo, les diese la oportunidad de tener una nueva vida.

Y así se mandó y así se hizo. El rey y la reina vivieron felices y sanos hasta que la vejez los condujo a una muerte tranquila; el marqués conoció a su marquesa y le dio nietos honorables y cariñosos a su madre; sus hermanos escribieron cartas desde tierras lejanas y le agradecieron a su hermano la vida que les había regalado.

Y así fue y así me lo contaron. Cuento contado, cuento acabado, ¡que cuente otro quien tengo a mi lado!

 

Cuento tradicional recogido por Tomás Rodríguez de Rosario Merayo

Ilustraciones: Chus Sánchez

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