En la conclusión de un texto reciente sobre los tijeretazos de Zapatero, de Rajoy y, en los próximos meses, de Sánchez —como respuesta a las crisis del 2008 y de la del Covid 19— me preguntaba si no había llegado el momento de que los ciudadanos pudiéramos elegir entre el “Estado del Bienestar” y el “Estado de las Autonomías”. La pregunta es cada vez más perentoria y pertinente, si observamos los estragos que la pandemia del coronavirus ha provocado ya y, sobre todo, va a provocar, en los próximos meses, en la economía española, alcanzando de lleno a los ciudadanos de a pie. Por eso, no es ocioso volver sobre esta dicotomía.
El Estado del Bienestar
El Estado del Bienestar ha sido y está siendo asediado, zarandeado y socavado tanto por los Gobiernos del PP como por los del PSOE. Los del uno y los del otro han aceptado tanto el diagnóstico como el tratamiento de caballo impuestos por la frau Merkel: por un lado, recortes y más recortes, impuestos y más impuestos, sacrificios y más sacrificios, que han jibarizado el poder adquisitivo de los ciudadanos; y, por el otro, reformas estructurales y más reformas estructurales, que han cercenado derechos adquiridos de los asalariados y fragilizado el Estado del Bienestar.
Sin embargo, esta medicina teutona no produjo, en el pasado, los efectos positivos esperados y no los producirá en el corto o largo plazo, si no se toman otras medidas alternativas y/o complementarias. En efecto, con el tratamiento aplicado hasta ahora se ha conseguido, más bien, agravar el estado del paciente: el paro se ha convertido en un problema estructural; la recesión ha echado raíces en la economía española; la lucha contra el déficit y la deuda es prácticamente ineficaz e imposible en la situación actual de recesión y de paro galopante; la degradación del nivel de vida de los ciudadanos es una realidad palpable;… y el Estado del Bienestar ha empezado a hacer aguas y a perder masa muscular a un ritmo tal que hace presagiar lo peor. Así se está llegando a un umbral político, social y moral, más allá del cual esta política de recortes y de austeridad se hace injusta e inaceptable, sobrepasando los límites de lo soportable por la ciudadanía. Y puede, por lo tanto, provocar un tsunami social devastador, Jack Boorman (FMI) dixit.
Este umbral crítico y este punto de no retorno amenazantes están humillando, ahogando, frustrando, martirizando y enrabietando a los ciudadanos. Les han metido el miedo y la rabia en el cuerpo. Y la olla a presión que es la sociedad española puede estallar en los próximos meses, como sucedió, hace algunos años, en Grecia y en el norte de África. La casta política no puede ni debe olvidar que “lo que hace que se colme el vaso es una gota de sangre, de sudor, de hiel o una lágrima; nunca una gota de agua” (J. Laguna Menor). Por eso, creo que ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos y hacer lo inevitable, guiados sólo por lo políticamente razonable, justo y ético y no por lo políticamente correcto. Hasta ahora se ha puesto el acento en el capítulo de la austeridad y de los ajustes para el ciudadano de a pie. Sin embrago, no se han tomado medidas para incentivar la inversión, la investigación y la formación, y así dinamizar la economía y favorecer la creación de empleo. Además (y esto es discriminación positiva, pero injusta), no se ha impuesto la austeridad y los recortes a los verdaderos responsables de lo que está sucediendo, la casta política, y a los estamentos e instituciones donde están instalados y tienen sus guaridas. Me explico.
El Estado de las Autonomías
El Estado de las Autonomías es señalado por muchos analistas, por las Agencias de Calificación (la última, S&P) y también por la Comisión europea como uno de los factores más importantes en el desequilibrio de las cuentas del Estado. Y, por eso, son cada vez más los que consideran que es inevitable y absolutamente necesario poner en tela de juicio la organización territorial de España, fundamentada en el Título VIII de la Constitución de 1978. Como he escrito en otro lugar, nuestro Estado de las Autonomías ha sido un verdadero fiasco económico (despilfarro de recursos, corrupción y déficit, letales para el bienestar de los ciudadanos; destrucción de la unidad de mercado, de la unidad educativa, de la unidad sanitaria, de la unidad lingüística y cultural, de la unidad normativa, de la unidad…, que han provocado problemas sin cuento) y político (el nacionalismo y el independentismo, insaciables, han ido a más y son cada vez más pujantes, beligerantes y radicales).
Ante este estado de cosas, son cada vez más los que abogan a favor de la eliminación de toda institución u órgano u organismo autonómicos que se solapen con los del nivel estatal. Y entre ellos, se citan el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, las Diputaciones, la reducción drástica del número de ayuntamientos, etc. Ahora bien, si profundizamos y llevamos al límite esta propuesta razonable y lógica, habría que eliminar también otros muchos órganos u organismos “repes”: para empezar, los 17 Parlamentos autonómicos, epicentro de la maraña de las disgregadoras legislaciones autonómicas; para continuar, los 17 Gobiernos autonómicos y las casi dos centenas de Consejerías autonómicas con sus cientos de miles o millones de empleados autonómicos puestos a dedo, con sus miles de tarjetas Visa-Oro, con sus miles de coches oficiales, con sus medios de comunicación (TV, radios y todo tipo de publicaciones), con sus…
La disyuntiva taumatúrgica
En la vida política española sucede lo mismo que en la comercialización de los productos agrícolas. Entre los agricultores-productores y los consumidores hay todo un rosario de intermediarios, que sangran tanto a unos como a otros. En la vida política española pasa algo parecido: entre el ciudadano-votante y el que gobierna hay demasiados intermediarios o niveles (europeo, nacional, autonómico, comarcal, municipal), que no aportan nada a la colectividad, pero a los que hay que dar de comer y cobijo.
Por eso, recortar radicalmente o eliminar el Estado de las Autonomías permitiría eliminar a muchos intermediarios y acabar, de un plumazo, con todos los recortes que están martirizando a la ciudadanía y dando presión a la olla social, que puede explotar en cualquier momento. Ahora bien, para ello sería imprescindible que la casta política —que no sabe lo que es la ética, que no tiene nada de altruista y que no sabe lo que es la generosidad— se hiciera el harakiri como, en nuestro pasado reciente, lo hicieron las Cortes Franquistas. Como la casta política no lo hará, tendremos que obligarla a hacerlo. Nos va en ello la vida. La disyuntiva, por lo tanto, es clara: ¿O Estado del Bienestar o Estado de las Autonomías? ¿O bienestar para la gran mayoría de los ciudadanos o pesebre y cubil asegurados para esos zánganos o cigarras jaraneras de la casta política? That is the question!
Manuel I. Cabezas González
Doctor en Didactología de las Lenguas y de las Culturas
Profesor Titular de Lingüística y de Lingüística Aplicada
Departamento de Filología Francesa y Románica (UAB)