Como si se tratara de una novela suya, Carlos Fuentes, uno de los más grandes de las letras en castellano, nos dijo adiós debido a una hemorragia causada por una úlcera gástrica -qué espeluznante premonición y similitud con la muerte de su personaje Artemio Cruz, debida a una gangrena intestinal-, aunque su espíritu pervivirá por fortuna con nosotros, gracias a su magnífica e innovadora obra. Escribir -decía él- es una forma de combatir la muerte. Y la memoria, que actualiza el tiempo pasado, es la que nos salva. La memoria como tema recurrente en la obra de este ya clásico y a la vez experimental escritor mexicano. “La grandeza de México –aclara Fuentes- es que el pasado está vivo”. “La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos”, lo que se me hace revelador.
Escribía hace un tiempo un artículo, a propósito del español-mexicano, y me encuentro con la muerte de este monumental escritor, al que descubriera hace años. Y a quien dedicara un texto (Del lado de allá) en mi fragua-libro.
Aparte de Aura, que es una novela breve pero intensa, impregnada de un erotismo macabro, donde se confunden ficción y realidad, escrita desde un tú desdoblado, pues aborda el gótico tema del doble (la joven Aurea y su vieja tía Consuelo son en realidad la misma persona), de Carlos Fuentes destacaría La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente, Cristóbal Nonato, Valiente Mundo Nuevo y Gringo Viejo.
En su novela ensayística, La muerte de Artemio Cruz, nos cuenta la agonía de este personaje en un soberbio monólogo interior en primera persona, aunque también emplea la segunda persona del singular y aun la tercera como narradores. Todo un portento. Y un ejercicio narrativo bien arriesgado. El propio escritor mexicano contaba que uno “debe huir de la seguridad para dar los saltos mortales del riesgo creador”. Un lujo que se puede permitir este narrador solvente, quien se permite la licencia de emplear diferentes tipos de lenguajes, entre ellos el lírico y el cinematográfico, autor controvertido del boom latinoamericano, comprometido con la historia de México, crítico con el PRI, capaz de bucear tanto en los bajos fondos de la gran urbe como desenvolverse con soltura en las altas esferas sociales (fue embajador de México en Francia), cosmopolita (tuvo la suerte, debido a que su padre también fue diplomático, de vivir en varios países, entre otros, en Estados Unidos, Argentina, Chile, Brasil o Suiza), hombre cultísimo, intelectual consistente, que logró importantes galardones como el Cervantes o el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Incluso fue propuesto como candidato al Nobel de Literatura en reiteradas ocasiones. Lástima que no se lo concedieran. Se lo merecía, y mucho.
La muerte de Artemio Cruz es una novela moderna en el sentido de que adopta nuevas técnicas narrativas como la ausencia de capítulos, que son sustituidos por fragmentos que se repiten de un modo regular, la utilización constante, casi obsesiva, de puntos suspensivos, que es una forma de hacernos notar la pérdida de conciencia del personaje principal. Una novela vanguardista en cuanto que utiliza diversos narradores o niveles narrativos. Deudora de técnicas narrativas anglosajonas, como los utilizadas por escritores de la talla de los Joyce, Dos Passos o Faulkner, La muerte de Artemio Cruz arranca con un magistral monólogo interior, que nos muestra la percepción caótica de lo que le ocurre al prota, así como sus recuerdos y opiniones, reflejando así la pérdida de conciencia de Artemio Cruz a resultas de una gangrena intestinal (Yo despierto… Me despierta el contacto de ese objeto frío con el miembro), que finaliza con el recurso tipográfico de mostrarnos un espacio en blanco, a modo de separación del siguiente fragmento narrativo, que introduce con un “Tú” (que es como el desdoblamiento de su yo, Tú, ayer, hiciste lo mismo de todos los días. No sabes si vale la pena recordarlo).
El empleo de un narrador en segunda persona del singular puede resultar artificial para los lectores/as pero, en este caso, está justificado porque lo utiliza como si fuera su propia voz de la conciencia, que le estuviera diciendo y recordando lo que debería o no hacer. Y del “Tú” como narrador (desdoblado) pasa al “Él” (Él pasó en el automóvil rumbo a la oficina). A medida que se aproxima la muerte del personaje principal, y la conciencia comienza a desaparecer, mezcla ambos narradores (Tú ya no sabrás… Yo sí lo escucho… Tú… mueres… has muerto… moriré). Impresionante, digo, esta forma de narrar las últimas horas de vida del señor Cruz.
El empleo del monólogo interior en la literatura castellana también lo encontramos en Tiempo de silencio, de Martín Santos, que es de la misma época que La muerte de Artemio Cruz, y en Reivindicación del conde Don Julián, de Juan Goytisolo (el cual se siente deudor y amigo del maestro mexicano Fuentes).
Los críticos, que siempre están metiendo el dedo en la llaga, han visto un paralelismo entre Artemio Cruz y el cinematográfico Kane, ambos multimillonarios sin escrúpulos, obsesionados por la riqueza y el poder, aunque carentes de lo esencial, la afectividad. También se ha observado que la secuencia inicial (… abro el ojo derecho y lo veo reflejado en las incrustaciones de vidrio de una bolsa de mujer…) de Artemio Cruz es similar al que nos propone Welles en su Ciudadano Kane, cuando el prota observa una bola de cristal, mientras pronuncia la enigmática palabra Rosebud, al tiempo que su rostro aparece deformado. No en balde, Carlos Fuentes, que ejerció como guionista de cine y es un enamorado de la obra fílmica de Orson Welles y Buñuel, parece rendirle un homenaje, acaso subliminal, a la película del todoterreno americano del cine, el teatro y la radio.
En el fondo, La muerte de Artemio Cruz está concebida, sobre todo en el plano estructural, como una película. Con el empleo de un lenguaje cinematográfico, preciso, detallista, descriptivo.
Asimismo, me parece extraordinaria La región más transparente -cuyo título hace alusión a un verso del que fuera su amigo, el escritor Alfonso Reyes-, con un comienzo potente, también muy descriptivo de lo que es la ciudad de los ombligos, México, D.F, impregnada toda ella de esos términos característicos del español-mexicano hablado fundamentalmente por los naquitos, pendejos y güeyes.
Una ironía, el título, La región más transparente del aire, a resultas de la polución que se respira en la actualidad en el valle de Anáhuac donde se asienta la Ciudad de México.
La región más transparente es una novela publicada unos años antes que La muerte de Artemio Cruz, pero que ha resistido relativamente bien el paso de los años, porque aunque retrata la vida en la capital mexicana de los años 50 del pasado siglo, algunas de las esencias que nos cuenta Fuentes siguen aún hoy vigentes. Esta obra, de difícil lectura -todo hay que decirlo-, está plagada de citas textuales, reiteraciones obsesivas, discusiones filosóficas, políticas, artísticas. Aparte, asistimos a la alternancia de distintos momentos del pasado y el presente. Y aun del futuro.
Me entusiasma sobre todo toda esa terminología característica empleada en la novela, que va desde lo caótico hasta lo inefable, y aun desde el habla culta hasta la barriobajera, desde el español castizo hasta un lenguaje impregnado de galicismos, anglicismos, nahuatlismos. Cada personaje se define y define su clase social por el empleo de una u otra forma de hablar. Esto me hace recordar Luces de bohemia, de mi querido Valle-Inclán.
Fuentes nos muestra a los personajes, a través de diálogos, fragmentos de canciones, giros, expresiones y vocablos propios no sólo de los mexicas, sino de otros hispanos, entre ellos, argentinos, caribeños, etc. De este modo, el autor da voz y voto a aquellos que menudo permanecen en silencio, apartados, tanto a los vivos como a los muertos. Como ocurre con el personaje de Galdys García, una cabaretera desvelada en los sórdidos amaneceres de la ciudad, megalópolis híbrida que se resiste a abandonar las características de pequeño pueblo colonial, pero que crece y se desarrolla desordenadamente como una ciudad moderna o pseudomoderna, según el escritor José Emilio Pacheco.
Una novela polifónica, se ha dicho a propósito de La región más transparente. La sabia inclusión de canciones populares, insultos groseros, albures o dobles sentidos (que emplean los desarrapados, y aun los de otros estratos sociales), los vulgarismos, en definitiva, le dan frescura a la lengua popular mexicana. Una novela que se me antoja un estupendo manual lingüístico, en el que vamos descubriendo todos esos palabros y expresiones que nos llenan de placer, sobre todo para quienes hemos tenido la oportunidad de vivir en México. A modo de ejemplo vayan a aquí algunos: léperos o pelados, albures, echar relajo, cuatacho, güero, escuincle, abusado, sangrón, darse taco, huilas, pendejo o penitente, jafprais, huacal, petatearse, chingaderita, me la pela, lurias, milpas, elote, dizque, huarachudos, gachupines, jacal, corcholata, estar como gendarme de la esquina, aflojar la lana o la mosca, menso, mordida, changuitos, estar o ser de la tostada, lonchería, ¡pos a poco no!, ahí nomás, jijo de la trompada, jalársela, órale, metiche, arguende, esculcar, encuerados, descuachalangado, hijo de su pelona, popote, aventón, bolero, piloncillo, guajolote, macanazos, gacho, újule, achicopalar, fuchi o fúchile, padrotes, tronárselas, molcajetes, tiznada madre, rascuache, ¡a todo dar!, changarro, me cae de madre, mitote, hacer de chivo los tamales, entre otros y otras.
Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México, D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta (La región más transparente, Fuentes).
De la mano de Ixca Cienfuegos, cual si se tratara de un Diablo Cojuelo que simbolizara la esencia mexicana, nos adentramos en la ciudad de México, ciudad de los tres ombligos, ciudad de la risa gualda, ciudad de hedor torcido… ciudad del tianguis… ciudad perra, ciudad famélica, ciudad lepra y cólera hundida… Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.
MÉXICO ES UN PAÍS de hombres tristes y de niños alegres dijo Ángel mi padre (22 años) en el instante de crearme. Antes mi madre Ángeles (menos de 30 años) había suspirado: “Océano origen de los dioses” (Cristóbal Nonato, Fuentes)
Además de las ya mencionadas obras de Fuentes, siento simpatía por ese ejercicio lingüístico/lingual que es Cristóbal Nonato, cuyo narrador es curiosa y sorprendentemente un feto, Cristóbal (en homenaje a Colón), concebido por dos “ángeles” (Ángel y Ángeles), que sobreviven en un México bestial. Me entusiasma cómo Fuentes nos sumerge en una narración aderezada con el mejor humor y un sabroso toque de atrevimiento.
También merece la pena su ensayo Valiente Mundo Nuevo, donde realiza pormenorizados análisis acerca de la literatura hispanoamericana, en la que tienen cabida escritores de la talla de Borges, Cortázar, García Márquez, Mariano Azuela, Lezama lima, Carpentier, Rómulo Gallegos o el propio Rulfo, al que por lo demás pudo adaptar como guionista al cine. Véase El gallo de oro, incluso Pedro Páramo.
El cuerpo de México era un gigantesco cadáver con huesos de plata, ojos de oro, carne de piedra y un par de cojones duros de cobre (Gringo Viejo, Fuentes).
Y, para finalizar, no os olvidéis de Gringo Viejo, novela sobre el mundo de las fronteras, que tanto juego da, la frontera sangrante, que marca Río Grande (Bravo), entre los Estados Unidos y México -véase o crúcese la que separa Ciudad Juárez y El Paso, Texas-. Qué terrible, la frontera. Resulta bárbara sobre todo para quienes intentan cruzarla como espaldas mojadas. “La frontera de nuestras diferencias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos“, según el gringo viejo.
Existe incluso una versión cinematográfica, debida al director argentino Luis Puenzo, sobre este best seller.
Además de leer y aun releer al maestro Fuentes, tuve la suerte de verlo y platicar con él un ratito en el año de 2002. Eso fue en el mes de octubre, en el Hotel Reconquista de la Vetusta de Clarín. Algo que nunca olvidaré. La memoria, ay, siempre bienvenida y salvadora.
Las cenizas de Fuentes reposan, como los restos de sus dos hijos, Carlos y Natasha, y aun como los de su amigo Cortázar, en el parisino cementerio de Montparnasse.