Por fin, La Zaranda ha logrado el premio Nacional de teatro, lo cual no resulta extraño, habida cuenta de que ésta es quizá la mejor compañía teatral de este país. Acaso sea abusado decirlo así, tan contundente, con tanta rotundidad. En todo caso, es la «tropa» que más se aproxima, aparte del Teatro Corsario, a lo que uno entiende por teatro en su estado puro, el teatro en estado de gracia, o sea. De este modo, supongo que la compañía La Zaranda -aunque no es ni será un teatro para las masas- sí comenzará a ser un grupo más conocido entre el público.
He de confesar -cual si fuera un buen cristiano- que no he visto muchos montajes de La Zaranda, pero los que he presenciado -en el Bergidum, de Ponferrada-, me resultan sobrecogedores, logrando acelerar mis vísceras hasta alcanzar un estado de trance. Algo así como cuando uno presencia un espectáculo de derviches giróvagos, girando como peonzas en el espacio, acompañados por música sufí.
Es tal su poderío en escena -me refiero naturalmente a La Zaranda-, que los actores se me hacen, insisto, estremecedores. Me alegra que hayan logrado este premio, aunque sus espectáculos ya son por sí mismos un verdadero premio para quienes asistimos a sus funciones.
La primera vez que vi una de sus obras fue en el año de 2003. Se trataba de Ni sombra de lo que fuimos. Y me quedé impresionado. «Te gustará», me habían avisado Miguel Varela y Arcadio, el director y el técnico de iluminación del Teatro Bergidum. Y como si la profecía se cumpliera, salí del teatro como fuera de mí, con ganas de repetir la experiencia. Este es el genuino teatro. Y lo demás son pamplinas, como decía uno de los persanajes de aquella singular y arriesgada obra. La escenificación, poética y delirante, me hizo recordar a las sugerentes puestas en escena del mago Fellini, así como las pelis de Kusturica, que en el fondo es un discípulo aventajado del director de Amarcord.
Desde hace algún tiempo, este Teatro Inestable de Andalucía la Baja, se ha consolidado como compañía residente del Théâtre Sorano de Toulouse. La Zaranda cuenta con una larga y exitosa trayectoria, incluso con gran proyección internacional. Ha representado en prestigiosos festivales teatrales como los de Buenos Aires, Nueva York o Sitges. Por citar sólo algunos. Por tanto, es un lujo que hayan venido, al menos en tres ocasiones, a Ponferrada. Uno, al menos, ha visto tres de sus obras, todas ellas sublimes. ¡Qué haríamos los bercianos sin el Bérgidum! (bueno, el Benevívere, de la capital del Bierzo Alto, también nos ha ofrecido espectáculos maravillosos).
Ni sombra de lo que fuimos me llegó al alma, con momentos desgarradores, como si de repente me diera un vuelco el corazón. Como si estuviera dando vueltas, con los actores, en el tiovivo, escenografía central de este espectáculo. Un carrusel que logra introducir al espectador en el mundo onírico y de la infancia, y aun en el mundo de las pesadillas. Oímos una voz enferma, como de ultratumba, que nos habla de la soledad. Una voz, que es rostro, encajonada en un ataúd. Recuerdo que, siendo un niñín, soñaba a menudo que me enrollaba en una espiral sin fin, y giraba sin parar, con el angustioso vaivén y vértigo de una caída infinita. Como si formara parte de Vértigo, la peli de Hitch (aunque en esa época desconocía la existencia de esta obra maestra del mago del suspense). Era ésta, en cualquier csao, una pesadilla que se repetía sin cesar, una y otra vez. Por lo demás, sentía gran pasión por el tiovivo, «los caballitos», a los que me llevaba mi padre cada año, llegadas las fiestas del Cristo de Bembibre. Entonces, me sentía como un rapacín con botas nuevas cada vez que montaba en los «caballitos».
La puesta en escena de esta obra, un tanto alucinógena, me hace pensar en el polaco Tadeusz Kantor, para quien el teatro, su forma de concebirlo, era una verdadera barraca de feria, teatro de la emoción, de la realidad degradada, de la muerte, en definitiva, en el que los personajes tratan de reconstruir, con su memoria difuminada, aquello que fue su vida, su felicidad o sus miserias. Personajes a los que ya sólo les quedan palabras inútiles, letanías sin esperanza. «Vamos pa’lante. Siempre pa’lante, y cuando lleguemos alante, pues más pa’lante», grita a caracajas un personaje, singular en su papel de bufón. Una risa que sabe a final sombrío… Los que ríen los últimos (su siguiente obra). Otro de sus grandes espectáculos, en el que vemos a tres personajes, tres vagamundos y aun vagabundos, desamparados, en un viaje a ninguna parte (como el título de la peli de Fernán Gómez). «¿Adónde vamos?», se interroga un personaje. Pues, «adonde se tenga que ir», responde otro, como si estuviéramos asistiendo a una puesta en escena de Esperando a Godot, con la herencia pictórica de Goya.
Futuros difuntos cierra, digamos esta especie de trilogía de personajes al límite en busca de un sentido en este absurdo universo, falto de valores, en crisis permanente. En este caso, se trata de unos personajes que permanecen recluidos en un manicomio, y que en sus delirios pretenden mostrarnos su voz, original y atrevida, poética y transparente, cargada de un gran significado.
Una vez más, La Zaranda, a través de los poderosos diálogos concebidos por Eusebio Calonge y la puesta en escena de Paco, nos muestran un universo pictórico, deudor de los grandes maestros, como Velázquez, con un toque expresionista y un estilo que me hace recordar tanto al teatro del polaco Kantor, maniquíes incluidos.
Si aún no los habéis visto, no os perdáis su siguiente obra, que de seguro os atrapará y os hará vibrar.