Cuentos para ser oídos: Blancaflor

De los cuentos que aprendí de mi abuela, este es el que más le pedía que me repitiese: Blancaflor. A veces se lo pedía justo después de acabar, que volviese a empezar. ¡Ahora me doy cuenta de la paciencia que tenía!

El cuento es bien conocido en otros lugares de la península, con sus variaciones, pues en estas cosas de la tradición oral no existe una versión correcta u original; son recreaciones con cierto grado de dinamismo que pueden variar según el contexto del auditorio al que se le cuenta y de la persona que lo narra.

En la península el cuento de Blancaflor se ha generalizado como “la hija del diablo”, pero este aspecto diabólico, en la versión de nuestra comarca de Valboeza, está totalmente ausente. Es interesante en este cuento, además de las figuras de seres mitológicos (caballos, jainines y ondinas) el rol que desempeña lo masculino y lo femenino, muy diferente al de otros cuentos europeos. También llama la atención el uso recurrente del número tres; o, también, que tanto el personaje masculino principal, los jainines o la reina de las ondinas, hagan referencias al nombre propio “Juan”

La versión que publicamos aquí es la que me contaba mi abuela, refrescada con detalles que me revivió mi tía Lucía Fernández hace unos años. Estos detalles estaban ausentes en la versión que se publicó en el año 1990, como anexo, en un libro de María del Mar Llinares García. Aquella versión era un trabajo de curso que había hecho yo para la asignatura de Antropología Social y Cultural, como el trabajo estaba en gallego el cuento lo había traducido yo (torpemente) a esa lengua, lo cual ha dado lugar a ciertos errores en la bibliografía; en concreto con el nombre de los seres mitológicos denominados jainines. Jainines decía mi abuela y también en La Ribera, pero en Quintana se oía yainines; cosa que viene siendo lo mismo, igual que lo son Jáñez y Yáñez: uno con la fonética castellana y el otro con la fonética astur (asturiano/leonés en su variante del Bierzo).

Las ilustraciones son de mi amigo y colega Xurxo Constela, que ha gastado en ellas un tiempo muy valioso para él en estos momentos. Por eso, el agradecimiento que le debo por su colaboración desinteresada es muy grande: Muchísimas gracias Xurxo.

Espero que os guste la versión que he escrito y que la disfrutéis. Contádsela a vuestros hijos y nietos, como me la contaron a mí; como siempre se ha hecho por los siglos de los siglos.

 

BLANCAFLOR

Érase una vez, en la comarca del Boeza, un rey que tenía tres hijas. De las tres, la más pequeña, se llamaba Blancaflor. Vivían en un palacio con unos jardines muy grandes, con fuentes, estanques y piscinas; en una de ellas se bañaban todos los días las tres princesas, desnudas como Dios las trajo al mundo. Se bañaban allí en secreto, seguras de que nadie las vería porque el estanque estaba rodeado de setos muy altos y tupidos y, además, todo estaba cercado por un muro altísimo.

Al pie de aquel muro que rodeaba los estanques de palacio yacía un camino del monte. Juanillo pasaba todos los días por allí con las vacas, o con las ovejas de vecera. Se paraba a escuchar los chapoteos y el jolgorio de aquellas voces de rapacinas que, parecía, que eran de mozas de su edad. Un día, después de dejar el ganado en el corral, volvió para investigar; escaló el muro y se escondió entre los setos, a observar. Lo primero que vio fue a Blancaflor, desnuda, sentada en el borde del estanque, peinándose al sol. Su corazón quedó para siempre prendido de aquella visión, al instante quedó enamorado. El caso es que volvió varias veces y ni qué decir tiene que se quedó embelesado y maravillado al ver a las tres princesas bañándose, ajenas por completo a aquel observador agazapado. Cada día que pasaba más ardía en deseo de hablar con Blancaflor, la más pequeña. Sin embargo, Juanillo sabía muy bien que los pastores no se casan con princesas, que su amor era imposible.

A pesar de la angustia que lo atravesaba, Juanillo trazó un plan desesperado. Su corazón andaba muy revuelto, así que decidió hablar con Blancaflor y que fuera lo que tenía que ser. Se deslizó hasta la caseta donde dejaban la ropa las princesas y se llevó la de Blancaflor; después se escondió, esperando que fuese la hora en que las princesas vuelven al palacio. Al irse a vestir, faltaba la ropa de la hermana pequeña, busca por aquí, busca por allá… era algo inexplicable. Después de risas y algún enfado, las hermanas mayores fueron al palacio a buscarle otra ropa a Blancaflor.

Nada más irse las princesas mayores, salió Juanillo de su escondite y le dio la ropa a Blancaflor; ella, al verlo, se asustó por la sorpresa, pero enseguida reparó en él y, los dos a un tiempo, se sintieron profundamente enamorados. Charlaron y se conocieron lo que la premura del tiempo les permitió. Juanillo, ni corto ni perezoso, le pidió matrimonio; ella le contestó:

– Ya sabes que eso está prohibido, las princesas solo nos podemos casar con nobles; pero el rey, mi padre, me quiere mucho y no me negará esto. Estate tranquilo que hablaré con él y ya verás como al final se arregla todo.

Y, efectivamente, Blancaflor habló con su padre, el rey, que le dijo:

– Mira hija mía, ya sabes que está prohibido que nosotros nos casemos con gentes de otras categorías menores. Pero bueno, yo te quiero mucho y sólo deseo que te cases por amor y que seas feliz, por eso acepto vuestra boda; pero aún tengo que hablar con tu madre, a ver qué dice…

Conque salió Blancaflor contenta, aunque desconfiada, de la conversación con su padre y se fue a decírselo a Juanillo quien, al oírlo, no cabía en el cuerpo de contento.

El rey, por su parte, no perdió el tiempo y fue a ver a la reina, para tratar el tema. La reina se opuso rotundamente, dijo:

– Blancaflor no se casará con ningún pastor, eso está prohibido con muy buen criterio ¿Dónde se ha visto que una hija de reyes se case con un pastor? ¡¡ De ninguna de las maneras aceptaré esa boda!!

El rey, que ya imaginaba una respuesta parecida, se fue a ver a los novios, para contarles lo que pensaba la reina. Los tres se pusieron muy tristes y Juanillo lloraba desconsolado. Tan triste vio el rey a los jóvenes amantes que se enterneció y volvió a hablar con la reina.

Después de largas charlas y negociaciones, la reina dijo:

– Está bien, se podrán casar siempre que Juanillo pase las pruebas que yo le ponga y, en ese caso, se hará la boda y el casamiento como yo diga y no de otra manera. Que venga Juanillo a mi presencia, que lo quiero conocer y le he de poner ya la primera prueba.

Al ver a la reina, Juanillo se quedó impresionado por su altura, su belleza y su extrema elegancia. Con mucha tranquilidad la reina le dijo a Juanillo:

– Para casarte con mi hija, la princesa Blancaflor, antes tendrás que hacer una cosa.

Lo llamó a su lado, le dijo que se asomase a mirar por un ventanal y prosiguió hablando:

– Mira, ¿ves aquel monte? Es el Carballal. Pues debes cortar todos los robles y castaños, todos los árboles, arrancar las raíces, quemar los restos y esparcirlos, arar, sembrar trigo, segarlo y majarlo; moler el grano y amasar la harina y, con esa harina, traerme pan caliente mañana por la mañana.

Juanillo se calló sin saber qué decir, sólo pensaba en irse con Blancaflor. Cuando se encontraron, Juanillo lloraba desconsolado y le decía a Blancaflor que sería imposible cumplir aquella condición que le había puesto su madre. Blancaflor le sonrió y le dijo:

– Juanillo, cariño, no llores, que para superar esa prueba tenemos ayuda. Allí, en el bosque, en el Carballal precisamente, viven los jainines. Los Jainines son como unas personas pequeñinas, de dos cuartas de altura; les gusta mucho vestir con gorretines en la cabeza, como capuchas de colores. Pueden hacer muchas cosas, porque son muy trabajadores, pero lo mejor de todo es que pueden parar el tiempo. Los jainines son muy amigos míos, hablaré con ellos, pasaremos esta prueba y así nos podremos casar; ya lo verás.

Y, al llegar la noche, los jainines pararon el tiempo para los humanos. Entonces, cortaron todos los árboles del Carballal, sacaron las raíces y desbrozaron, sembraron el trigo, que maduró; molieron y con la harina hicieron pan. A primera hora de la mañana Juanillo le llevó una hogaza de pan caliente a la reina.

La reina no se creía lo que veía, se asomó al ventanal y vio que el Carballal estaba en rastrojos. Entonces empezó a gritar y a maldecir, pensando qué hacer. Llamó a los novios y les dijo:

– Muy bien, habéis pasado la prueba, ya tenemos harina para celebrar la boda; pero nos falta el vino. Mañana por la mañana, a primera hora debéis traer vino de las viñas que tendréis que plantar en el Carballal, justo donde habéis cosechado el trigo. Id a empezar vuestros trabajos, que el tiempo corre.

Para este nuevo trabajo ya tenían la solución. La reina mandó vigilar a los novios pasa saber cómo iban a hacer. Los jainines, que moran en los bosques, se habían ido a vivir a La Parrilla. Allí hablaron con Blancaflor y se pusieron manos a la obra, pues nada les gusta más que parar el tiempo, trabajar y dejar a los humanos con cara de bobos.

De nuevo se paró el tiempo de los humanos. Los jainines cavaron el suelo del Carballal, hondo; plantaron las viñas, que en manos de los jainines dieron un fruto maravilloso. Aquella fue la mejor cosecha de vino del Bierzo que se recuerda.

Los espías de la reina se quedaron sin saber nada de lo que habían hecho Juanillo, Blancaflor y los Jainines. Y es que los jainines sólo se hacen visibles cuando ellos quieren y, si se despistan y los ves sin que ellos lo deseen, paran el tiempo y escapan.

Conque, al amanecer, los novios llevaron el vino para la boda. La reina miró por el ventanal y vio lo hermosas que estaban las viñas del Carballal.

La reina discurrió otro atranco para impedir la boda de su hija con aquel pastorcillo. Llamó a Juanillo y le dijo:

– Querido Juanillo, ya casi tenemos todo listo para la boda, pero falta algo muy importante, de lo más importante: los anillos de boda de la familia. Cuando se inundó la ciudad de Valverde, donde vivíamos antiguamente, tuvimos que salir de prisa, por eso se nos olvidaron cosas, como los anillos de boda de la familia real; en concreto faltan los imprescindibles para vosotros. Faltan los del casamiento de la tercera hija de los reyes. Por eso tendrás que ir a la ciudad sumergida de Valverde y allí buscarlos y traerlos para poder organizar la boda. Sin esos anillos, de ninguna manera os podréis casar.

Juanillo lloraba desconsolado en una esquina cuando llegó Blancaflor. Él le contó el nuevo atranco que la reina había puesto a su boda. Había que ir a la ciudad sumergida de Valverde, que vaya usted a saber dónde está; y allí buscar unos anillos de los antepasados, pero unos en concreto, con los que se casa la tercera hija de los reyes.

Entre los lloros desesperados de Juanillo le habló Blancaflor:

– Cariño, la ciudad sumergida de Valverde está en el Lago de Carucedo. Allí viven las ondinas, la reina de todas ellas se llama Jana y es muy amiga mía. Yo sé cómo conseguir esos anillos y ellas nos ayudarán; ya lo verás.

Pronto llegaron a la orilla del lago, Blancaflor había llevado un garrafón, un cuchillo muy bien afilado y una guitarra. Entonces le explicó a Juanillo lo que iban a hacer:

– Mira, los anillos están ahí abajo, en algún sitio bajo el agua. Lo que tenemos que hacer es muy peligroso y tenemos que estar muy atentos, sobre todo tú. Con ese cuchillo tendrás que picarme en cachos muy pequeños y meterme dentro de ese garrafón. Entonces me tirarás al lago y empezarás a tocar la guitarra. Vendrán las ondinas y le quitarán el corcho al garrafón, entonces mi sangre y mis trozos se mezclarán con el agua del lago. Todo lo que el agua toque, lo tocaré yo, todo lo que el agua vea, yo lo veré; de esta forma voy a encontrar los anillos. Pero para que esto funcione tendrás que estar tocando la guitarra todo el tiempo, sin parar. Si por un momento dejas de tocar, si paras, mis cachos no podrán volver al garrafón y me quedaré para siempre mezclada con el agua del lago. Además, cuando me piques en cachos deberás tener mucho cuidado en que no caiga ninguna gota de sangre mía fuera del garrafón; si pasa eso te entrará el sueño y te dormirás y, entonces, no podrás estar tocando la guitarra sin parar. Juanillo, si dejas de tocar la guitarra, somos perdidos.

¡Qué difícil era el trabajo que iba a hacer, por amor! Pero el amor todo lo puede; con esa esperanza nos gusta creer en el éxito y en la felicidad.

Juanillo empezó a cortar con mucho cuidado. Como si fuese queso picaba a Blancaflor y echaba los trocines dentro del garrafón. Llevaba ya un buen rato haciendo eso cuando le entró una tristeza tan grande que se puso a sollozar, a llorar más bien; entonces, al cortar el dedo meñique de la mano izquierda de Blancaflor, cayó un cachín con una gota de sangre al suelo, pero él, ni cuenta se dio.

Cuando acabó, le puso el corcho al garrafón lo tiró al lago y, enseguida, se puso a tocar la guitarra.

– Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón,

Aquella gota de sangre caída le daba a Juanillo un sueño terrible y la guitarra cada vez sonaba más bajo, Juanillo estaba a punto de dormirse cuando, del lago, salió una voz que gritaba:

– ¡Juanillooooo, toca la guitarra, que somos perdidos!!

Entonces el guitarrista espabiló y de nuevo:

– Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón,

Aunque, enseguida volvió a ser atacado por el sueño. Cuando estaba a punto de quedarse dormido y dejar de tocar, Jana, la reina de las Ondinas, gritó de nuevo:

– ¡Juanillooooo, toca la guitarra, que somos perdidos!!

– Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón; Torrín, Torrón,

– ¡Juanillooooo, toca la guitarra, que somos perdidos!!

Volvió Juanillo a tocar con fuerza la guitarra y, de repente emergió el garrafón del agua. Corrió a quitarle el tapón y de allí salió Blancaflor, con los anillos de boda en la mano. Se abrazaron y se besaron durante un buen rato y, entonces, se dieron cuenta de que el dedo meñique izquierdo de Blancaflor tenía una pequeña cicatriz, por aquel cachín y su gota de sangre, que había caído al suelo.

Con sus flamantes anillos se presentaron los novios en la corte de los reyes. Juanillo le dijo a la reina:

– Señora, ya tenemos todo lo necesario para casarnos, aquí están los anillos que me había pedido.

– Muy bien, veo que has traído los anillos. Pides la mano de mi hija y casi ni la conoces. Para demostrar hasta qué punto la conoces, haremos lo siguiente: Mis tres hijas se colocarán detrás de un tablado con tres agujeros; cada una de ellas sacará una de sus manos por él y tú, de aquellas tres manos, pedirás una y con esa te casarás

 

********

 

En la corte, en presencia de nobles y otras gentes vulgares; se anunció la ceremonia de pedida de mano de Blancaflor.

En una plaza, sobre una tarima elevada, se había colocado una pared alta hecha de tablones de madera. Los tres agujeros estaban tapados con telas. Entonces la reina dio la orden y las princesas sacaron una mano por el agujero; así quedaron visibles tres manos colgantes en aquel paredón. Juanillo subió y miró de cerca cada una de las manos, porque no las podía tocar y ellas no se podían mover, claro. Enseguida encontró aquella mano izquierda, la que tenía en el meñique una marca. La gota de sangre, aquella porción del cuerpo de Blancaflor que se perdió fuera del garrafón, había dejado una pequeña cicatriz en el dedo meñique: Aquella era la mano de Blancaflor.

Juanillo tomó entre las suyas aquella mano y dijo:

– Esta es la mano de mi amada, esta es la mano que pido y con ella me quiero casar.

A la reina se le habían acabado las escusas y los atrancos para impedir aquella boda, así que, fingiendo alegría, se celebró una gran boda real por todo lo alto; como le corresponde al casamiento de una princesa.

La reina estaba muy enfadada y se sintió burlada por aquellos dos jovenzuelos, así que convenció al rey para que, cuando llegase la noche, fuesen a su cuarto y matasen a cuchillo a los recién casados.

A mismo tiempo que los reyes hacían sus planes, Juanillo y Blancaflor hacían los suyos. Blancaflor le dijo a su marido:

– Mira cariño, mi madre ha convencido a mi padre para matarnos esta noche. La idea es que, cuando estemos dormidos, nos apuñalarán. Tal y como están las cosas debemos huir. Tu bajarás a las cuadras, allí hay tres caballos blancos, idénticos en todo. Uno, el más rápido, es el caballo del pensamiento, otro el de la luz y el más lento el del viento. Debes coger el caballo del pensamiento y esperarme en el jardín bajo esta ventana; mientras tanto yo dejaré aquí unos odres de vino metidos en nuestra cama para que se lleven una sorpresa cuando nos apuñalen.

Aún Juanillo estaba en la cuadra, cuando la reina llamó a Blancaflor, que respondió desde el cuarto:

– ¿Queeée?

Blancaflor acabó de colocar los pellejos de vino y miró por la ventana: allí estaba Juanillo con el caballo blanco; pero… ¿era el caballo del pensamiento?, aquel que te lleva, al momento, al lugar en el que piensas, o ¿sería más bien el caballo del viento?, el que corre tan rápido como un huracán. Como no había tiempo para nada más que para huir, Blancaflor dejó todo preparado y, al salir, escupió en el suelo un escupitajo tan grande como pudo.

Al llegar al jardín vio que aquel era el caballo del viento, no el del pensamiento. Solo podían confiar en la huida y en que los reyes no fuesen capaces de imaginar donde estaban y de encontrarlos.

Sin tiempo para más, emprendieron la huida.

En el palacio la reina llamaba a Blancaflor y el escupitajo respondía:

– ¡Blancaflor!

–  ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

Cada vez que el esgarro da saliva hablaba, se iba gastando y la voz era más baja…

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿Qué?

– ¡Blancaflor!

– ¿…?

Hasta que se acabó y ya no respondió nada… entonces los reyes pensaron que Blancaflor se había dormido, entraron en el cuarto y acuchillaron los odres. Se salpicaron de vino tinto y se pusieron perdidos; al darse cuenta del engaño maldijeron con palabras nunca oídas.

– Han huido, seguro que se escaparon con el caballo del pensamiento, nunca los pillaremos, jamás; pero anda; baja a mirar a ver si hay suerte – dijo la reina

Enseguida volvió el rey con noticias

– Se equivocaron de caballo, dejaron el más rápido y se llevaron el más lento; se llevaron el del viento y dejaron el del pensamiento. ¡Los encontraremos!

Sin perder ni un segundo los reyes empezaron la persecución. Blancaflor notó que ya llegaban sus padres y le dijo a Juanillo lo que iban a hacer:

– Mis padres están a punto de llegar, el caballo del pensamiento es muy rápido; tendremos que despistarlos. Voy a hacer un encantamiento y convertiré el caballo en una huerta con su cierre de piedra, a ti en un labrador y yo seré las verduras y hortalizas. Cuando lleguen, tú disimula, digan lo que digan, tú lo único que debes hacer es ofrecerles verduras para que compren.

Así fue como llegaron los reyes y encontraron a un labrador al pie de una huerta llena de frutos. Sus majestades le preguntaron:

– ¿Vio usted pasar por aquí dos mozos a caballo?

– Tengo repollo, tomate y pimiento, de lo bueno lo mejor; ¡Compren señores, compren!

– Bueno, no es eso lo que queremos, solo le preguntamos si ha visto pasar por aquí dos mozos a caballo

– ¡¡Señores!! Tengo repollo, tomate y pimiento, de lo bueno lo mejor; ¡Compren señores, compren, aprovechen la ocasión!

Así estuvieron un rato de diálogo hasta que los reyes pensaron que aquel labrador, además de ser sordo, debía de ser un poco imbécil.

Los reyes se fueron y el encantamiento se deshizo. Blancaflor dijo:

– No estés tan contento porque los hayamos despistado. Volverán.

Los mozos salieron al galope a lomos del caballo del viento, pero a lo lejos se percibía la llegada del caballo del pensamiento. Juanillo se puso a llorar al verlos; entonces Blancaflor se quitó una peineta que llevaba puesta y la tiró al suelo: al momento a cada paso que daba su caballo nacía tras de ellos un bosque tan espeso y lleno de espinas que era impenetrable, así que los reyes les perdieron la pista de nuevo, tuvieron que dar un rodeo enorme, pero claro, su caballo era tan rápido como el pensamiento.

Estaba todo en calma cuando de repente, al lado de Blancaflor y de Juanillo apareció, a todo galope, el caballo del pensamiento con los reyes

– ¡Ya los tenemos! Dijo la reina

Entonces Blancaflor abrió el fardel y sacó una botella de leche que llevaba. La tiró a los pies del caballo del pensamiento. La leche se convirtió en un río de gran corriente que llevó el caballo y sus caballeros, los reyes, al otro mundo, al mundo de los muertos. Allí se quedaron para siempre jamás, sin poder volver. Nunca más, hasta ahora que te cuento este cuento, se volvió a oír hablar de aquellos reyes.

Juanillo y Blancaflor pudieron vivir felices y tranquilos para siempre, hay quien dice que mandaron hacer un castillo en Bembibre. Allí tuvieron muchos hijos y fueron el matrimonio más feliz que se conoció por aquí y, desde entonces, en su reino las princesas se pudieron casar con los pastores o con quien ellas quisieran.

Y, colorín colorado este cuento se ha acabado, el que no levante el culo es porque lo tiene pegado.

 

Cuento tradicional recogido por Tomás Rodríguez de Rosario Merayo

Ilustraciones: Xurxo Constela

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