Hace un puñado de años no se ponía nada para acompañar a lo que el cliente tomaba, o se ponían unos cacahuetes o unas aceitunas y el cliente estaba agradecido.
No sé dónde ocurriría el detonante, o quién sería el lumbreras que decidió dar gratis aquí aquello por lo que en San Sebastián, donde más famosos son los pinchos, te arrean de entrada el doble por la bebida y de seguido, si quieres, un par de euros por cada pintxo, que ni siquiera se asemeja ya en tamaño y presencia a los pinchos que se gastan los leoneses.
¿Hay turismo de pincho en León? No lo sé, no tengo los datos, pero el lugar por excelencia de los pinchos sigue siendo Donostia y siguen cobrándolos. Lo que sí es seguro es que aquí hemos hecho la importación del tonto: porque del modo que se ha traído la idea lo que es seguro es que se ha metido a los bares en una peligrosa competición de quién da más por menos.
Supongo que me estoy dejando llevar por mi desinterés por los pinchos y hasta por esas interminables rondas de moda. Incluso me pregunto si tengo alguna atrofia orgánica por la que no me entran los cinco litros por hora de cerveza que los demás degluten sin darse importancia. Yo es que soy de ponerme a comer, y comer.
La dinámica de beber algo – comer un pincho – estar un rato pasando hambre – beber otro algo – comer otro pincho – estar otro rato pasando hambre – y así sucesivamente yo es que no puedo con ella. Además me fastidia que, me coma el pincho o no y me pongan pincho o no, ya que tiene sus horas, yo pago pincho ya que éste, por supuesto, tiene su repercusión en el precio. Sin embargo el sistema se ha impuesto (por aquí, vaya, en Andalucía y otras comunidades han sido más listos), y cuando salgo con un grupo a tomar algo, el experto pinchero ya dice “a este bar no, que da una mierda de pincho”, vamos a tal otro que hay para escoger (ojo al dato: hay para escoger) entre varios a cada cual más rimbombante.
El “pincho de mierda” es ya, por supuesto, más que aquellas aceitunas que antaño se agradecían. Y el desgraciado barman cuyo detalle (ya obligatorio) se ha comparado con un excremento, se verá obligado a mirar a los bares de éxito e igualar o, a ser posible, mejorar el pincho de estos… obligándolos a superarse de nuevo y así seguir una cadena que por algún sitio ha de romper necesariamente y sin duda se habrá cobrado víctimas, ya que entre la materia prima y el personal de cocina se acaba trabajando para el pincho.
Muchos negocios sin embargo aguantan esta puja… tal vez porque aún lleva pocos años de evolución, porque la tendencia del pincho parece ir encaminada a la desaparición de los restaurantes (es una ironía… creo) ya que terminarán poniéndonos un corto y diciéndonos que nos sentemos a la mesa.
Tomás Vega Moralejo