Las Médulas: un incendio intencionado

Intencionado no siempre significa una cerilla en la mano: también es la decisión de mirar a otro lado, de dejar que la maleza se adueñe de los canales, que el monte se llene de yesca, que el verano llegue sin un plan vivo. Es la intencionalidad de la desidia, la que incendia a cámara lenta. Cuando una institución conoce sus obligaciones, dispone de medios, firma compromisos internacionales y, aun así, permite que un bien único se enfrente al fuego sin la coraza que merece, ese incendio deja de ser casualidad para convertirse en consecuencia.

Las Médulas son más que un paisaje: son un latido de tierra roja escrito hace dos mil años por la mano de Roma, que vació montes con agua y dejó cicatrices que el tiempo volvió hermosas. El mayor complejo minero a cielo abierto del Imperio, obra de ingeniería y de fuerza humana, un anfiteatro natural donde el rojo de la arcilla y el verde de los castaños conversaban desde hace siglos. Patrimonio de la Humanidad desde 1997, Bien de Interés Cultural, Monumento Natural… títulos que deberían ser escudo y que, sin embargo, han quedado como medallas colgadas en una vitrina. Y detrás de esas medallas, la Junta de Castilla y León, guardiana legal de su integridad, administradora de su memoria y responsable de su protección.

Ese deber no es decorativo. La ley lo dice, los planes lo repiten: conservar, prevenir, cuidar. Mantener cortafuegos, limpiar sotos, controlar el combustible vegetal, reactivar la ganadería extensiva, implicar a los pueblos, preparar evacuaciones y vigilar cada atardecer. Las Médulas exigen un calendario de trabajo que no se interrumpa, porque cada hoja seca es una carta marcada en la baraja del fuego. La prevención aquí no es solo una obligación administrativa: es un compromiso moral con la historia y con quienes habitan sus alrededores.

Pero el verano llegó, seco y con viento, y el incendio nacido en Yeres bajó como un animal hambriento. En pocas horas, los pueblos evacuaron a cientos de vecinos; ancianos que dejaron su casa con lo puesto, niños que aprendieron el miedo en una sola noche, familias que vieron arder castaños centenarios como si se apagase un abuelo. La UME desplegada, helicópteros, sirenas… y el humo envolviendo un paisaje que la humanidad entera había jurado proteger.

Hoy, todo el Bierzo amaneció oliendo a quemado. Un aire espeso, con ese regusto amargo que se pega en la garganta, cubrió pueblos y ciudades. Pavesas del fuego —esas motas blancas, grises y negras como luto desmenuzado— llegaron a tejados, balcones, huertos y plazas, dejando su rastro en ropa tendida y en el agua de las fuentes. Cenizas que no son solo polvo, sino fragmentos de castaños centenarios, de hojas, de tierra y de historia calcinada. El viento trajo no solo humo: trajo la certeza de que un patrimonio único había sido herido, y que la herida era ya de todos. Ese olor, ese velo gris, son también un recordatorio físico de las consecuencias: afecciones respiratorias, animales desorientados, cultivos cubiertos, un golpe directo al turismo y a la economía, y un dolor intangible que no se borra con el tiempo.

Para los vecinos, Las Médulas no son una postal para turistas ni una frase en un folleto: son un pedazo de identidad. El paraje marca el ritmo de las estaciones, da sombra en verano y fruto en otoño, es lugar de encuentro, de trabajo, de historias transmitidas al calor de la lumbre. Quien vive allí sabe dónde se esconde la mejor vista al atardecer, dónde el aire huele más a castaña o a brezo. Verlo ahora ennegrecido, amputado por las llamas, es como perder parte de uno mismo. Y el duelo no es solo estético: también es económico, porque el turismo cultural y natural es sustento para familias enteras, y el golpe a su imagen afectará a la hostelería, las rutas, las visitas guiadas y toda la economía que vive de su prestigio.
Para El Bierzo entero, Las Médulas son carta de presentación al mundo. Son el ejemplo más visible de la fusión entre naturaleza y cultura, el símbolo que explica nuestra historia minera, nuestra relación con la tierra, nuestra capacidad de sobrevivir a las heridas y convertirlas en belleza. Que ese símbolo aparezca ahora cubierto de ceniza es un mazazo que trasciende fronteras comarcales.

Por eso hoy hablamos de “incendio intencionado”: porque la falta de prevención es también una forma de encender la mecha. Porque cuando lo que está en juego es un patrimonio universal, el descuido es complicidad. La Junta reaccionó cuando las llamas ya tocaban el corazón del paraje, pero un paisaje así no se defiende solo con ruedas de prensa y helicópteros tardíos. Se defiende todo el año, cada día, con manos en el monte y ojos en el horizonte.

Lo que se ha quemado no es solo turismo ni paisaje: es la memoria de la minería romana, la ingeniería hidráulica, los castañares comunales, la economía de los pueblos, la identidad del Bierzo y una pieza irreemplazable del patrimonio de la humanidad. Es un golpe al alma colectiva, un retroceso que se mide en siglos.

Hoy exigimos que no se maquille la herida con promesas huecas. Que haya una auditoría independiente de la prevención y gestión del espacio, un presupuesto blindado y constante, un plan de restauración integral con la voz de los vecinos, y un compromiso firme de que nunca más el fuego encuentre Las Médulas desprotegidas.

Porque la ceniza no puede ser la última palabra. Que el rojo vuelva a ser cobre y no llaga, que el verde regrese con paciencia y ciencia, que los canales —aunque secos— sigan enseñándonos que la fuerza se puede guiar y no solo sufrir. Y que quien debía proteger, proteja de una vez. No por prestigio, sino por deber. No por nosotros, sino por todos.

Nicanor García Ordiz

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