Ana Frank apoyó la pluma sobre la mesa y alzó la vista hacia la pequeña radio. La estática llenaba el cuarto, un sonido molesto, pero al mismo tiempo familiar, como si el mundo al otro lado estuviera arañando las paredes para entrar. Su padre había decidido encenderla esa noche, un acto que podía parecer sencillo, pero que en el escondite tenía un peso distinto: cada sonido era una ventana abierta al peligro, una rendija por donde la Gestapo podía colarse, aunque fuera solo en la imaginación.
De pronto, entre los chasquidos y los susurros del aparato, surgió una voz. Fuerte. Quebrada. Femenina. Ana dejó de respirar un instante, como si aquel sonido no fuera real. Edith Piaf, la cantante francesa, estaba cantando “L’Accordéoniste”. Era una melodía extraña, triste y poderosa al mismo tiempo, y llenó el pequeño espacio con una fuerza que parecía imposible en aquel lugar tan reducido.
Ana sintió cómo la música la envolvía. La letra hablaba de amor, de un hombre perdido, pero para ella eran más que palabras. Cerró los ojos y, por un momento, no estaba allí, atrapada entre cuatro paredes. Estaba fuera, en una calle llena de vida, con el aire fresco en la cara y el sol iluminando los adoquines. No había miedo, ni soldados, ni sirenas. Solo gente que reía, que vivía.
La canción continuaba, y Ana, de manera casi inconsciente, comenzó a escribir. No quería dejar escapar ese momento. Las palabras surgían solas, como si la voz de Piaf se hubiera colado en su pluma:
”¿Por qué canta esta mujer como si supiera lo que estoy sintiendo? Habla de amor, pero yo escucho algo más. Escucho su lucha, su desesperación, como si también estuviera atrapada. ¿Cuántas personas estarán sintiendo esto ahora, al mismo tiempo que yo? ¿Cuántas estarán soñando con salir de las sombras y volver a ser libres? Quizá, si alguna vez salimos de aquí, yo pueda contar nuestra historia. Quizá mi voz sea un eco de las suyas.”
La canción terminó, y el silencio volvió a caer sobre la habitación como un peso. Ana levantó la mirada hacia su padre, que apagaba la radio con cuidado, casi con reverencia. Todos estaban en silencio, como si la música hubiera dejado algo que no podían poner en palabras.
Esa noche, Ana escribió más que de costumbre. Sabía que no podía cambiar su situación, pero algo dentro de ella se había movido. La voz de Edith Piaf no era solo música: era una prueba de que el mundo seguía adelante, de que, a pesar de todo, aún quedaba algo por lo que luchar.
Nicanor García Ordiz