El Home Office (Ministerio del Interior Británico) ha privatizado el alojamiento y la manutención de los refugiados llegados a Gran Bretaña. Los que esperan asilo en Cardiff (Gales), han sido obligados a lucir una pulsera roja en su muñeca -única garantía para poder comer tres veces al día, tras mostrarla en el comedor social-. Del mismo color han pintado las puertas de las viviendas de acogida en Middlesbrough (noreste de Inglaterra). El Consejo Galés para los Refugiados, el Trinity Centre y los propios interesados han mostrado su disconformidad con la iniciativa. Después de que el “marcarje” de personas o casas, haya permitido que sean objeto de agresiones xenófobas
¿Era necesario distinguir socialmente a los refugiados del resto de ciudadanos, mediante la utilización de señales externas?, se preguntan.
¿Resultaba preciso que sus hijos dejaran de utilizar el rojo para colorear sus dibujos?
La misma pulsera roja que en los complejos hoteleros de lujo te distingue como “todo incluido”, en este caso ha servido para discriminarles, mostrándoles públicamente como “excluidos”.
Recuerdo de ti, con exactitud, muchos detalles. Pero fundamentalmente dos. Lo que te deleitaba el color rojo y lo que te impresionó la lectura de «Estrella amarilla» de Jennifer Roy. Con el primero llenabas de dinamismo los lienzos que pintabas. Del segundo te olvidaste cuando supiste que servía para identificar a los judíos perseguidos en 1939. Nunca más en tus cielos, figuró esa forma ni esa tonalidad. Porque nunca pudiste comprender cómo las estrellas de tus noches o el amarillo de tu luz, pudo discriminar a alguien. Pintar cielos era tu especialidad. En la que te sentías más cómodo. Me decías que era el espacio que mejor te permitía expresar tus sentimientos. Podías soñar. Hasta entonces los tenías de todos los colores. Dependía de tu estado de ánimo. E incluso eras capaz, una vez terminada la obra, de diluirte en ella buscando un futuro. Porque si éste no existía, lo imaginabas.
La última noticia que tuve de ti fue aquella foto de tus vacaciones. Donde, una vez más, jugando con tu dominio del color y mientras tu silueta se adivinaba en blanco y negro, quisiste resaltar tu pulsera roja. No me supiste explicar por qué lucías aquélla aquel día. Las coleccionabas. Sólo rojas. Sabías que con muchas pequeñas aportaciones como la tuya, se conseguía ser grande en solidaridad. Tu color solidario era, por supuesto, el rojo.
Fue poco tiempo después cuando la situación de tu país empeoró de forma definitiva. Desde entonces te imaginé una y mil noches sentado en las piedras del acantilado. Retocando con tu paleta los atardeceres del resto de tu vida. Lanzando al aire pinceladas de color. Enmarcando tu destino. Y calmando con azules y verdes el mar que te esperaba.
Nunca supe más de ti. Hasta esa maldita imagen en la que te reconocí. Esperando tu turno, cabizbajo, mientras enseñabas tu pulsera roja para poder comer.
Si no fuera porque el encabezamiento de esta crónica es tristemente real, pensaría que todo lo anterior es sólo fruto de la gama de colores que tú me enseñaste. Nunca los utilizaste para perfilar personas. Sólo te sirvieron para pintar tu futuro.
Estarás triste. Lo sé. Porque tus cielos sin tus rojos, sin tus estrellas, sin tus amarillos, sin tu solidaridad, no son tus cielos. Ni los nuestros.
Luis Alberto Rodríguez Arroyo
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