Hoy, el carbón es más negro que nunca.
Hoy la montaña se tragó el aliento. Y lo que devolvió fue ceniza, fuego, silencio, y un puñado de nombres que ya nunca serán pronunciados al pasar lista.
Cinco hombres.
Cinco vidas que comenzaron el día como tantos otros, con un café cargado, un beso breve, una promesa muda: “vuelvo luego.”
Cinco hombres que descendieron al vientre oscuro de la tierra y ya no regresaron.
El grisú —ese diablo invisible— volvió a escribir su nombre con fuego y con luto.
La mina de Cerredo, ese tajo abierto entre Asturias y León, hoy llora.
Llora con las lágrimas oscuras de los compañeros que salieron vivos y no entienden por qué ellos siguen siendo.
Llora con las sirenas de las ambulancias, con el puño apretado de las mujeres que esperaban junto al reloj de control, con la mirada rota de los hijos que aún no saben que su padre no volverá.
No es solo un accidente. Es una herida vieja que se reabre.
Es el precio brutal de quienes sostienen el mundo desde abajo, donde no llega la luz ni la gloria, donde cada jornada es una batalla contra el olvido.
Ellos no eran héroes de bronce ni estatuas de museo. Eran obreros.
De los de botas gastadas y manos curtidas, de los que no salen en los telediarios hasta que el polvo los entierra.
Pero su dignidad, su callada entrega, vale más que todos los discursos huecos del mundo.
Hoy no basta con el pésame institucional. Hoy hace falta mirar de frente, nombrar la muerte sin adornos, y exigir memoria, respeto y justicia.
Porque cada casco que queda en la galería es un símbolo. Cada lámpara apagada, una vela encendida en nuestra conciencia.
Porque si olvidamos esto, si seguimos caminando como si no hubiera pasado nada, entonces sí que habrán muerto en vano.
A sus familias, a sus amigos, a sus compañeros:
no hay consuelo posible, pero sí un compromiso. Que el carbón no siga siendo negro de sangre. Que el trabajo no se pague con la vida.
Y que el país entero, aunque sea por un día, guarde silencio, y escuche lo que grita la tierra cuando se la deja sola.
Descansen en paz.
Que la tierra les sea leve.
Y que la memoria, al menos, no les falle.
Nicanor García Ordiz
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