En el corazón de Bembibre, donde la historia se entrelaza con el paso del tiempo, se encuentra la emblemática Ferretería Villarejo, un lugar que ha sido testigo mudo del paso de generaciones y que, con el inicio de 2025, cierra sus puertas para siempre. Este comercio, que levantó la persiana por primera vez hace más de 120 años de la mano de Victorina Villarejo, es un refugio de recuerdos y un lugar para la memoria.
Bernardo Alonso Villarejo asumió la administración de la ferretería tras el fallecimiento de su madre en 1955. Un negocio próspero que siguió creciendo con el auge de la minería y llegó a tener más de 20 empleados en plantilla.
“Se vendía todo lo que se quería y más”, explica Víctor Moldes, que en 1957, con 18 años, entró a trabajar como auxiliar administrativo. Y allí pasó toda su vida hasta la jubilación.
Recuerda Moldes que, por ejemplo, cada año se recibían 20.000 pares de zapatillas de invierno, y algunas menos de verano. “Llegaba un camión de Gijón cargado de cacerolas y de ollas. Por ferrocarril también llegaba mucha mercancía… Teníamos unos carreteros que se dedicaban casi exclusivamente para nosotros, a subir mercancía desde la estación, uno que le llamaban Pirolis, otro Quintana. Con el carro para arriba y para abajo”.
Pero lo que hizo especial este negocio, su esencia, fue la personalidad de su dueño, Bernardo Alonso Villarejo. Un carácter noble, altruista, preocupado siempre por sus trabajadores y por la gente que le rodeaba. Tenía también inquietudes artísticas y culturales, que expresó a través de la fotografía, mostrando un gran dominio de la luz y de las sombras. Con su cámara Leica inmortalizó momentos cotidianos y paisajes, dejando un legado que es testimonio visual de una época
En la historia de la ferretería hay otro nombre que destaca particularmente. José Manuel Otero Rincón, al que todos conocen como “Pepín Villarejo”. Pepín entró a trabajar como mozo de almacén el 8 de septiembre de 1982, lo recuerda bien. Pasó luego a trabajar como dependiente y más tarde, en 2002, cuando la familia decidió apartarse del negocio, asumió la titularidad junto a su esposa Mari Delia. Se convirtió así en el último guardián del legado y la tradición de este comercio, que ha sabido mantener hasta el último momento.
Pepín echa la vista atrás y su primer recuerdo es para “Don Bernardo”. Así se refiere a su antiguo jefe, al igual que Víctor Moldes, con una mezcla de respeto y cariño que se refleja en el rostro y la mirada.
“Era muy buen jefe, tanto él como su sobrino” – al que llaman “Don Paco” con el mismo afecto – “Sin haber trabajado el mes ya te lo pagaba”
“Yo había estado trabajando en una panadería y llevaba pocos días. Cuando Laureano –uno de los contables- vino a pagarme, le digo ¿no se habrá confundido? Porque yo acabo de empezar ahora. Y me dijo que no, que aquí se llevaba de esa manera”.
Víctor Moldes lo tiene también muy claro “era una gran persona que hizo por Bembibre lo que no hizo ninguno. La cantidad de cosas que donó… No se le supo reconocer… Todo lo que se diga de él es poco”
Pepín recuerda también la época en que la tienda estaba siempre llena, desde primera hora, y se recibían grandes volúmenes de mercancía.
“Llegaba un vagón de tren cargado con ‘escobas de la bruja’ como las llamaba yo… Anda que no vendíamos escobas de esas. Se subían para todos los pueblos. Si te das cuenta se veía por todas las calles a la gente barriendo con ellas”
“Se vendía también mucho para la matanza. Podrían venderse entre 100 y 200 máquinas de picar cada año”… “Sulfatadoras, cada año 100”… “Tijeras de podar cuando llagaba la época, no bajaban de 200”… “Llegaban de Mondoñedo unos 400 pares de galochas”… “Muchas ollas magefesa, mucha porcelana”… “En general, mucha venta de todo”.
Este volumen tan importante de mercancía se explica en gran parte porque se vendía también al por mayor, distribuyendo a otras tiendas. Por eso había un viajante en la plantilla, Ángel Esteban, que según explica Moldes, recorría la zona de Galicia hasta Monforte… La Rúa, El Barco, Puebla de Trives… “marchaba el lunes y regresaba el sábado con los pedidos”.
“Al principio andaba en bicicleta. Metía la bicicleta en el tren y donde bajaba se movía con ella por los pueblos. Después le compraron una moto Guzzi, y más tarde ya una Citroen”
También se vendía mucho a las minas. “Todos los meses teníamos un cupo de 50 bidones de carburo de 60 kilos cada uno”, recuerda Moldes. “Nos los iba a buscar Aurelio Vega, el hijo, con una camioneta. Teníamos que pedir una autorización a Madrid y nos mandaban una carta para poder ir a recogerlos”.
Fue precisamente con el cierre de la minería cuando el negocio comenzó a decaer, según señala Pepín. “Yo lo cogí en 2002 y tuve buenos años. Creo recordar que hasta el 2015 o 2016. Después ya empezó a flojear hasta fecha de hoy”.
Además ahora tampoco se vende como antes al por mayor, y la explicación es muy sencilla: porque no hay comercios. “Vas a los pueblos y mira a ver que comercios puede haber… Albares tenía 3 comercios, La Ribera otros 5, Folgoso ya no te cuento… y ahora en todos esos pueblos no hay tiendas”
Se acerca el día de cierre y las estanterías están ya prácticamente vacías. Llegan las últimas almadreñas desde Galicia, que en el Bierzo se llaman también galochas o madreñas. No son 400 pares como antes, son solo 20, pero ya están todas vendidas. Las trae Alberto Geada, el artesano “zoqueiro” que las fabrica en Mondoñedo, para despedirse de Pepín y darle las gracias.
Una despedida que se alargó por acuerdo con el Ayuntamiento, durante dos meses mas, para terminar con la poca mercancía que aún quedaba en la tienda. Tiempo también para que algunos amigos, los que se reúnen allí casi a diario para hablar de sus cosas y a veces incluso arreglar el mundo, puedan despedirse. No de Pepín, sino de la ferretería, ese lugar casi mágico que ha formado parte de sus vidas.
El día 1 de marzo de 2025, a las 13,00 horas, la Ferretería Villarejo recibió a su último cliente: José Ferrero, quien había regentado también un negocio centenario, la confitería Ferrero, hasta que su hijo Rolando tomó el relevo. Son ya cinco generaciones de pasteleros artesanos…, pero esa ya es otra historia.
José Ferrero compró una broca y unos clavos. Pepín lo envolvió todo en papel de periódico, “como se ha hecho aquí todo la vida” y así finalizó la última venta que tuvo lugar en este emblemático establecimiento.
Había llegado la hora, así que Pepín abandonó el mostrador, apagó las luces y se dirigió con paso lento hacia la puerta. Se giró para echar un último vistazo a las estanterías ya vacías y ahora también en penumbra. No se entretuvo demasiado. Sin quitarse la bata azul que le había acompañado durante tantos años salió a la calle, cerró la puerta, bajó la persiana por última vez y levantó la vista con nostalgia para leer una vez más el texto en relieve situado sobre la entrada: “AÑO 1919 FERRETERIA DE VICTORINA VILLAREJO VIUDA DE FRANCISCO ALONSO”… Después dio media vuelta y desapareció.
“Para mi esa ferretería es todo. Lo voy a extrañar mucho, a Pepín y a la tienda. Ha sido toda mi vida… desde los 18 años”. –Víctor Moldes–