La arruga es bella

Manuel I Cabezas

En 1973, el que sería afamado diseñador, Adolfo Domínguez, regresó a Orense, su tierra natal, desde el extranjero, donde había adquirido una sólida formación en estética, en cinematografía (París) y en diseño (Londres). Y, acto seguido, empezó a trabajar en la sastrería de su padre, convirtiendo el lino —que su abuela sembraba, cultivaba, recogía, hilaba y tejía en su pueblo natal— en uno de los materiales preferidos para confeccionar sus prendas. Ahora bien, fue en 1984 cuando propuso su primera línea de moda femenina y, ante las quejas de sus clientas que consideraban defectuosas sus prendas de lino, creó el célebre, histórico y rompedor eslogan publicitario “la arruga es bella”. Con este eslogan, Adolfo Domínguez se posicionó a favor de la sostenibilidad de lo natural y de lo duradero frente a lo artificioso de la “fast fashion”. En efecto, como dijo alguien, nada pasa más rápido de moda que la moda.

He traído a colación este eslogan del diseñador-creador orensano para hablar de otra arruga, también bella. En los últimos años, con la llegada de la primavera, las tiendas de ropa de España tienen listas las pilas de esos mini-pantalones o “shorts”, que hacen furor entre las niñas, las adolescentes, las jóvenes e incluso las féminas maduras. Estos “shorts”, cada vez más “mini-shorts”, muestran esa bella y sugestiva arruga que se forma, al caminar, donde la espalda de las portadoras pierde su nombre.

La moda de los “mini-shorts” está generalizada en la sociedad española. En los últimos años, con la llegada de la primavera, he podido constatar que estas naturales, sugestivas y tentadoras arrugas somáticas también florecen, fruto del vestuario desenfadado e informal de las estudiantes, en el campus universitario de la UAB y también en los centros escolares de cualquier nivel educativo. Para curarme en salud ante las que se tildan de “feministas” (?), quiero precisar que, ni en mi lugar de trabajo (la UAB) ni en ningún otro lugar, no me molesta, sino todo lo contrario, que las jóvenes muestren los encantos de la bella arruga de sus nalgas. En efecto, sin ser un “voyeur”, no me desagrada posar la mirada en esa parte de los cuerpos veinteañeros que deambulan por el campus de la UAB de Bellaterra.

Lo apuntado no implica que yo considere apropiado y oportuno este tipo de vestuario en un recinto universitario o educativo. En una pancarta de la manifestación feminista del 8M podía leerse: “Yo decido cómo me visto y con quién me desvisto”. Ante esta aseveración, se puede estar de acuerdo, y yo lo estoy, con la segunda parte de este eslogan (“Yo decido con quién me desvisto”), pero no con la primera (“Yo decido cómo me visto”). En efecto, según las situaciones, uno no es libre de vestirse como quiera. Más bien, está obligado, por convenciones sociales y laborales o por prescripciones legales, a utilizar ciertas prendas vestimentarias y no otras.

Como reza el refrán, el hábito no hace al monje, pero lo significa como juez, policía, camarero, cirujano, soldado, monja,… y, como afirmó el semiólogo francés Roland Barthes tiene una función distintiva y su propia semántica: es un símbolo de autoridad, de profesión, de casta o de clase. Vestirse es como expresarse lingüísticamente: según la situación de comunicación, uno está obligado a utilizar una lengua u otra, un tipo de registro u otro; uno puede abordar ciertos temas y no otros; uno tiene que vestirse de una forma u otra; etc. Esto es el abcé de la comunicación exitosa y de la vida armoniosa en sociedad, que exige el respeto y la aplicación de ciertas normas lingüísticas y vestimentarias.

Por eso, yo me pregunto cómo las autoridades universitarias —Rectorado, Decanatos de la UAB— o los responsables de los centros de otros niveles educativos no han puesto límites a los casi estriptis de muchas estudiantes. Basta con ponerse en la piel de los discentes, por la edad, auténticas bombas hormonales de libido desbocada. Ante estos estímulos visuales y la acción de las invisibles feromonas, disruptivos tanto los unos como las otras, es lógico que los adolescentes y los jóvenes no puedan centrarse y concentrarse en la enseñanza-aprendizaje académicos.

En otros contextos, otras autoridades han tomado decisiones para que se guarden las formas vestimentarias en los lugares públicos. Pensemos, por dar sólo dos ejemplos, en las disposiciones del Ayuntamiento de Barcelona o de otras ciudades, que prohíben pasearse por el Paseo Marítimo o las Ramblas o las calles en traje de baño o con el torso desnudo. Pensemos también en casi todas las actividades profesionales, en las que podemos identificar a los trabajadores por la forma en que van vestidos.

¿Por qué, entonces, en los centros de enseñanza españoles no se ha impuesto, como en ciertos tipos de centros de aquí y de acullá, un uniforme o unas normas vestimentarias que coadyuven a sacar el máximo provecho de las actividades docentes y discentes? En algunos centros y en alguna ocasión, se ha intentado. Pero los progenitores, los “todólogos” y cierta casta política han puesto el grito en el cielo, anteponiendo la libertad de los adolescentes y jóvenes al aprovechamiento académico. Y, si se limitase esta libertad, han amenazado con un nuevo motín de Esquilache. Esta actitud de los padres contrasta con la que han adoptado ante la prohibición de utilizar, en los centros escolares, ese “gadget” de los tiempos modernos, el móvil, porque precisamente también distrae y dispersa la atención de los estudiantes, y los desmotiva.

Por otro lado, desde el punto de vista de la gestión del deseo sexual, no me resisto a establecer una analogía con la literaria “teoría del iceberg”, formulada por E. Hemingway: en un relato, no se debe contar todo y, menos aún, lo importante; esto debe ser descubierto y/o imaginado por el lector, que es co-autor del relato (Michel de Montaigne dixit) y que, como dijo R. Barthes, es el que pone el punto final al mismo con la lectura. Los sexólogos dicen lo mismo, cuando afirman que la forma de vestirse regula la libido, potenciándola o disminuyéndola. En efecto, la vestimenta puede “ocultar”, que es una forma de atraer la mirada y provocar el deseo, o puede “mostrar” todo o casi todo, que es más anti-libido.

· Finalmente, desde el mundo del “feminismo”, la forma de vestir de las mujeres también ha sido objeto de reflexión. Se suele decir que el pantalón y la minifalda (en la segunda mitad el siglo XX), y los “shorts” (ahora) son tres manifestaciones de la vestimenta emancipada y emancipadora de las mujeres. Ahora bien, no todas las feministas están de acuerdo con esta apreciación, que hizo gritar a muchas, el 8M: “Yo decido cómo me visto”. Madelaine Pelletier (1874-1939) —feminista radical donde las haya, gran activista y psiquiatra francesa— hizo una valoración muy crítica de la indumentaria femenina atrevida. Para ella, “la vestimenta provocadora de las mujeres es el símbolo de la ofrenda permanente que hacen de sí mismas al otro sexo, es como los pies deformes de las chinas, el sello de una esclavitud ignominiosa”. Y añadía: “Me visto, como acostumbro, de hombre, porque me resulta más cómodo pero, sobre todo, porque soy feminista; mi indumentaria está diciéndole al varón que somos iguales”. Además, la indumentaria osada, puntualiza M. Pelletier, pone el acento sobre el aspecto erótico de la dominación, basado en imágenes de la vulnerabilidad femenina: el tacón alto y la falda estrecha, que impiden correr; los corses, que no dejan respirar; etc.

· A lo largo e la historia, en todas las culturas, se han dictado normas sobre el vestir. Hoy, sin embargo, la regulación del uso de las prendas femeninas podría parecer poco liberal o, incluso, retrógrado. Sin embardo, podemos y debemos preguntarnos donde ha quedado la libertad de vestirse bajo la presión de la dictadura de la publicidad y de las redes sociales. Por eso, uno puede estar de acuerdo con la segunda parte, pero no con la primera, del eslogan “Yo decido cómo me visto y con quién me desvisto”.

Manuel I. Cabezas González

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