Aunque los monigotes de los roquedos eran conocidos en Sésamo desde siempre, en 1982 el joven César Rodríguez, a la sazón universitario en Salamanca, dio la voz de alarma. César se los mostró a una inquilina de su familia casualmente destinada en Vega, la licenciada en historia Servilia Aláez, quien denunció el hallazgo ante los poderes fácticos. Yo conocí el yacimiento cinco años después, por simple curiosidad, naciendo en este frente de cuarzo mi fascinación por el tema.

El paisaje ha cambiado mucho desde entonces. Aquella ladera de urces, escobas y zarzales imposibles, es ahora una cómoda red de pistas forestales. Tras años copiando sus pinturas y hablando con los lugareños, puedo aconsejar al viajero ocasional que tras visitar el legado pictórico busque en las inmediaciones el “Corral de los lobos”, trampa heredada de los miembros o miembras que dibujaron en el farallón. Busque también un túnel excavado por los frailes del monasterio de Vega de Espinareda, vía de comunicación fornicaria con el castro de las moras, o algo así. Busque oro en los filones de pedernal junto a las pinturas, y los veneros de oligisto que usaron como pigmento. Busque tres hoyas enterradas juntas, una repleta de riquezas, otra de aire, y mucho cuidado, pues si abriere primero la tercera, cargada de veneno, moriría ipso facto. Búsquele explicación a lo terrible e inexplicable, como el suicidio de una adolescente de catorce años que se arrojó al vacío, sugestionada quién sabe si por los chamanes.

Peña Piñera ha sido acondicionada para recibir miles de visitantes. Ofrece un área de descanso con fuente y pilón, mesas y bancos en el cobertizo, escaleras, pasamanos, puentecito. Facilidades para atraer turistas, ver si el invento deviene en divisas. Y parece que funciona, quitando las secuelas del gamberrismo analfabeto, porque estos espacios son como imanes para los cejijuntos. Cuentan del advenimiento de un autobús cargado de japoneses, benditos sean, con esas faltriqueras atiborradas y esa expresión insustancial lo mismo en el beso que en la cuchillada. Los susodichos  quedaron muy impresionados, no tanto al contemplar el fabuloso Neolítico, sino nuestro referente nacional tan amado por Sancho Panza, o sea las botas de vino puestas a refrescar en el pilón.

Peña Piñera es un yacimiento grandioso donde los haya, pero le han hurtado el  toque decisivo que marcó la pauta en estos paseos por los enclaves leoneses con arte prehistórico: el misterio. En mi opinión ya le falta “La seducción de lo recóndito, la llamada de lo salvaje”, premisa que abrió el primer capítulo de esta serie de 26, y sin la cual servidor de ustedes está desmotivado.

Sin embargo, por respeto al ideario espiritual de los pintores, quisiera reivindicar un símbolo que se han negado a catalogar y publicar los arqueólogos oficiales, pese a ser auténtico y uno de los más notorios. Ubicado en la base del paredón cuyo perfil es una gigantesca efigie de nariz corva, testa coronada, expresión taciturna oteando el horizonte, perfecta imagen de la deidad. Lo han soterrado quizás por una prohibición del cabildo catedralicio, atavismo inquisitorial de acallar lo pagano profano, o debido a mojigatería. Ejemplar representación fálica, la encontramos también en Los Arquinos de Entrepeñas y, lo más valioso, es el mismo que podemos admirar, setenta siglos después, en los grafitis de cualquier bar del planeta. Precisamente aquí, en los retretes del variopinto mundo, obtenemos la muestra más reveladora de la evolución intelectual del homo sapiens, pues al mismo pollón de Piñera se añade ya la escritura, aunque para comunicar un mensaje mucho más prosaico que la primitiva plegaria de fecundidad. Al dibujo suelen adjuntársele hoy textos tales que “Para Loli, con amor.”, o “Forever yours, Angie.”.

Permitamos reposar en paz a los brujos, al menos de momento. Demoremos las caminatas por los labios carnosos e impúdicos de nuestros bellísimos montes, el adentrarse en la espesura buscando civilizaciones perdidas, cuando en realidad buscamos desesperadamente nuestro propio yo. Interminables jornadas de chirucas, mochila y cantimplora, bloc, pincel y acuarela. Las pequeñas cosas de esos cortos días de vino y rosas.

 

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