…y deconstructivista. El avión está a punto de aterrizar. El cielo se muestra encapotado, como si de repente se hubiera oscurecido, tintado de un gris plomizo, alertando quizá de algo. Tu verano se ha convertido, de repente, en otoño invernal. O eso parece. Cada viaje entraña sorpresas, y tal vez aventuras y emociones que resulta imposible imaginar ni olvidar. La aventura ya ha comenzado, sólo queda entrarle. Cada mirada es un mundo que se abre, cada sentimiento ayuda a percibir de un modo, diferente según el estado anímico, según tu predisposición, incluso según tu sub-consciente cultural y aun contracultural. Te han colonizado y bombardeado con imágenes, que acabas integrando con naturalidad, clichés y tópicos sobre determinados lugares y personas. No resulta fácil espantarlos. Por eso deberías mirar con otros ojos, entender la realidad también a través de los sonidos, ver con el tacto y el gusto, poner en funcionamiento todos los sentidos a la vez, abrir tu espíritu y tu mente a nuevas experiencias, dejarte hacer. Lo interesante sería, una vez más, tener una mirada original y limpia acerca de la realidad, sentir el mundo como si fuera la primera vez, con la inocencia salvaje de un niño que caligrafiara en su cuaderno de infancia.
El aterrizaje se desarrolla con normalidad, a pesar de esas nubes negruzcas que amenazan e impiden ver con claridad el entorno, la temperatura es agradable, y todo apunta a que esta ciudad histórica e historiada, se perfilará acogedora. Berlín te da la bienvenida. Ha llegado usted a Schönefeld.
He avisado a Miguel Ángel García, corresponsal de Televisión Española en esta sinfonía de ciudades, para quedar con él, lo que a priori se me antoja extraordinario. ¡Quién mejor que un amigo y paisano como cicerone!
No es la primera vez que viajo a Berlín, pero siempre se agradece que un buen conocedor de los entresijos de esta gran capital europea, te ayude a ver otro Berlín, o al menos te sugiera sitios, te hable de sus habitantes, de su modo de vida, de su forma de entender el mundo. «Los alemanes, bueno los berlineses, son pesimistas y perezosos, unos existencialistas», aclara convencido Miguel Ángel. Sí, los alemanes se parecen mucho a los franceses, me da la impresión, en que son existencialistas, siempre se están quejando, pensando en el futuro, en sus planes de futuro, en ahorrar, no vaya a ser que vuelva la Guerra y el holocausto -qué duro, su pasado más reciente-, me atrevo a subrayar. Ni siquiera son tan trabajadores como creemos. “Cuando veas trabajar a alguien, después de las cuatro de la tarde -insiste Miguel Ángel- se trata de un español”. Roto, una vez más, el tópico del alemán trabajador y el español vago, me siento con ganas de re-descubrir esta urbe, aunque ésta como otras necesitaría toda una vida para entenderla, pero uno no dispone más que de unos días para aproximarse a ella.
Se trata de una ciudad de dimensiones colosales, como la mayoría de las metrópolis alemanas, que por cierto se asemejan a las norteamericanas. «Berlín -apostilla Miguel Ángel- tiene menos habitantes que Madrid, pero es muchísimo más grande en extensión».
A decir verdad, sólo hay que darse una vuelta por el Tiergarten, un parque o bosque cuya extensión, por decirlo a la ligera, es mayor que muchas pequeñas ciudades españolas. Para hacerse una idea de su grandeza, sobre todo del centro o zona A, hay que recorrerla a pie -aunque resulte una locura- o bien en bicicleta, que puede resultar una delicia, pues se trata de una ciudad llana, con carriles de bici habilitados expresamente para el ciclista paseante.
Desde Charlottenburg, donde decido alojarme, hasta el lugar de trabajo de Miguel Ángel García -cercano a la estación principal de trenes, la Hauptbahnhof, en la Reinhardtstrasse, 58-, se perfila una larga caminata, que por otra parte resulta agradable, sobre todo si luce el sol, algo poco habitual, y que el viajero aprovecha como un lagarto, después de un primer día desapacible en lo climatológico, aunque estimulante en lo demás.
Continúo la visita por esta ciudad impregnada de grúas que apuntan desafiantes al cielo, en constante cambio y recuperación, después de la caída del Muro de la Muerte, aunque aún se conservan vestigios del mismo en diversas partes, a buen seguro como fiel testimonio de lo que aconteció, para que la historia, como tal, no vuelva a repetirse.
Al lado de mi oficina -me dice el Corresponsal de Televisión Española- aún se conservan restos del Muro, algo que desconoce mucha gente. Por cierto, desde su oficina-plató de televisión se tienen vistas magníficas sobre el río Spree, con el Reichstag al fondo, y la Hauptbahnhof, como estampas noticiables. Se trata de un sitio privilegiado, con una terraza-mirador desde la que se puede contemplar esta ciudad, con la Torre de Alexanderplatz, siempre como punto de referencia.
Lo que aún queda en pie del Muro también puede verse en las cercanías de la futurista Potsdamer Platz, donde hay -al menos por ahora- una exposición sobre Dalí, y aun en otros lugares como la grafiteada East Side Gallery, próxima a la estación de Ostbahnhof. Cuando pienso en un muro, me entran ganas de volar, como cuando era un niño, y en mis sueños se repetía a menudo este sueño. En una parte del Muro del Terror o Topographie des Terrors -en la Niederkirchnerstrasse, próxima a la Potsdamer Platz-, se asentaron en su día la Gestapo y las SS, lo que no es un impedimento para que un hombre, charlatán y picaruelo, con pinta latina, se dedique a vender suvenires al turisteo andante, sin ningún tipo de reparo ni remordimiento. No somos en verdad conscientes de nuestra historia más inmediata, o no queremos serlo, porque aparte de dolor, eso ya parece que no fuera con nosotros. ¿Quién podría conmoverse ante un trozo de muro, que ya sólo es reliquia de un pasado casi olvidado? Me atrevería a decir, incluso, que el señor de marras aprovecha, en cuanto puede, para empaquetar un anaco de muro a quien tenga bien comprárselo.
Todo lo que huele a muro me hace recordar nuestro pasado de guerra y posguerra inciviles, nuestro tiempo de represión y barbarie, porque, como diría el filósofo Adorno, luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz, es cosa barbárica escribir un poema; y de paso me devuelve a aquel disco tan hermoso y psicodélico, The Wall, de los Pink Floyd, que su líder Roger Waters tocó en un macro concierto The Wall Live in Berlin, en julio de 1990, con la participación de varios músicos como Van Morrison, Cyndi Lauper, entre otros, para celebrar la caída del Muro. Por fortuna, la caída de este insoportable y pesado muro, me devuelve, por momentos, cierta confianza en el ser humano, aunque no olvidemos que esto ocurrió, como quien dice, ayer.
En mi decidido recorrido, en busca de las huellas del pasado berlinés, me dejo caer por la espectacular Friedrichstrasse y asomo el hocico al Museo del Muro del Checkpoint Charlie, donde también se encuentran trozos de muro, algunos grafiteados con especial gusto.
«No dejes de visitar el Monumento del holocausto», me sugiere Miguel Ángel. Un campo de cubos de hormigón, cual si fuera una especie de laberinto, cuyo interés fundamental reside en que se hizo en recuerdo a los judíos, víctimas del exterminio. Cuando uno piensa, una vez más, en la masacre judía, me entran ganas de vomitar encima del poder. Como anécdota, me apetece rememorar que una buena parte de grandes cineastas son de origen judío: Fritz Lang, Lubitsch, Wilder, Otto Preminger, Spielberg, Polanski, Woody Allen, entre otros muchos.
Por fortuna, sigue vivo el espíritu judío en esta Metrópolis, que imaginara Fritz Lang, con una Potsdamer Platz posmoderna, impregnada de cine, lo que re-convierte a esta capital cultural y alternativa en una nueva Meca del Séptimo Arte, con la Berlinale como aval de prestigio. Siempre tras las huellas judías, me encamino hacia el distrito de Friedrichshain-Kreuzberg, donde se encuentra El Museo Judío, cuya arquitectura deconstructivista me hace recordar el Guggenheim de Bilbao.
En este barrio vive el músico bembibrense, Luis Miguélez, que ahora lidera a los Glitter Klinic, y en tiempos formó parte de la movida madrileña con Almodóvar, McNamara, Alaska, entre otros.
En realidad, me encantaría sobrevolar Berlín, acaso como un ángel wendersiano, en busca de alguna quintaesencia, aunque me conformo con perderme a gusto y gana por sus calles y sus barrios. En mi nomadeo por la ciudad, siguiendo el rastro judío, me encamino hacia el Mitte, y en concreto a la Oranienburgerstrasse, que aparte de animada, con ese toque artístico que procuran los okupas y grafiteros, como queda reflejado en el conocido edificio Tacheles, fue la principal calle donde se concentró en tiempos la comunidad judía. Y aún hoy puede visitarse la Nueva Sinagoga o Centro Judaico.
Berlín, capital cultural de Europa
Aunque no conociera esta urbe de enormes avenidas y bosques inmensos, canales y lagos por doquier, y aun no la hubiera pisado en mi vida, soñaría a buen seguro con ella, porque es tal su poder de fascinación, cuando uno conoce su historia y todo lo que fue algún día, que con esto ya sería suficiente. Aquel Berlín cabaretero, con ángeles azules y marlenes Dietrich, puro expresionismo, aquel Berlín de Brecht, Piscator y Max Reinhardt que nos hicieron creer en el teatro, incluso en el teatro del proletariado, y que aún hoy siguen en pie, al menos sus edificios, como el clásico Deutsches Theater, el Volksbühne (conocido por sus arriesgadas y sugerentes puestas en escena) o el Berliner Ensemble, frente al que se encuentra la estatua del maestro Bertolt Brecht. ¡Qué grande, la fantasía! Si bien viajar procura movimiento (vida) y emoción, y un viaje a Berlín, o varios -el anterior lo hice como interrailero en 2002- aporta no sólo datos, sino un buen racimo de sensaciones y experiencias, inolvidables.
Berlín, después de la caída del Muro, ha logrado recuperar toda aquella energía cultural, renaciendo de sus propias cenizas, creando espacios impresionantes como la Potsdamer Platz, con sus edificios vanguardistas, véase el Sony Center, y toda esa arquitectura posmoderna o transmoderna que resulta como de ciencia ficción.
Berlín fue y sigue siendo una ciudad con gran poderío cultural, sobre todo en la música y el teatro, aunque también en el cine. Para los devotos del llamado Séptimo Arte se recomienda el Filmuseum.
En lo referente a la música, el singular edificio del Kulturforum, que alberga desde la Filarmónica, que en tiempos dirigiera Von Karajan, hasta la Biblioteca Nacional, así como la no menos pintoresca Casa de las Culturas del Mundo (Das Haus der Kulturen der Welt), conocida como la «ostra embarazada», hablan por sí solos.
Berlín es una ciudad poblada por jóvenes con inquietudes, procedentes de todo el mundo (tal vez por esto no abundan los arios, altos y rubios), dispuestos a hacer que vibre, día y noche, la que fuera capital de un Imperio, y que ahora se perfila como un lugar revulsivo, con la fuerza y la vitalidad de quien aspirara no sólo a recuperar su pasado glorioso, sino a superarlo con creces. Al músico Luis Miguélez este Berlín le recuerda el Madrid de la movida: alternativos, okupas, desheredados, diferentes, inquietos, y otros muchos, incluidos quienes gustan de la Love Parade y chupar cerveza hasta subirse por las paredes como arañas panteoneras, mientras recorren la ciudad en su BierBike, un curioso carrito al que se suben un montón de rapaces y rapazas, como puede verse en cualquiera de las céntricas calles berlinesas.
Es cierto -según el Corresponsal de TVE- que la mayor parte del dinero te lo gastas en cerveza, antes que en comida. Aunque ni la cerveza, y menos aún la comida, resultan caras en Berlín, sobre todo si en el hotel te metes un desayuno campero en toda regla, a base de huevos cocidos, jamón, salami, etc., o bien si la comparamos con ciudades como Madrid o Barcelona. Tal vez por esto, y por su magnífica red de hostels (en los que uno se puede alojar de un modo barato y confortable), a los jóvenes les atrae tanto este destino.
Y si se te abre el apetito, mientras deambulas por la ciudad, siempre puedes recurrir a algún puesto de salchichas, incluso a algún exótico vendedor ambulante, con parrilla a la cintura y bombona a la espalda, siempre bajo su sombrilla anaranjada. Todo un espectáculo. Y un peligro porque el tipito de marras podría, de repente, churruscarse como una salchicha más. Supongo que tendrás controlado el mecanismo. A estos «salchicheros» puedes verlos a las afueras de la Estación de Friedrichstrasse, y aun en los aledaños de la Alexanderplatz. Por 1,20 euros puedes comerte un bocata de salchicha aderezado con mostaza o ketchup.
En mi afán por sobrevolar la ciudad, acaso ataviado con alas de deseo, decido subirme al Panoramapunkt para contemplar, desde lo alto, esta Metrópolis, aun a sabiendas de que el avión no espera (vaya paradoja, deseo volar, mas no tengo prisa por ir al aeropuerto Schönefeld, que en verdad está alejado del centro, incluso más de lo que uno sospecha). Me fascina Berlín, desde este mirador ubicado en un edificio de la Potsdamer Platz, que se abre como un inmenso verdor avanzando por en medio de un sinfín de edificios. Otros prefieren subirse a la cúpula del Reichstad o a la Torre de Alexanderplatz, incluso a la Siegessäule o Columna de la Victoria, situada en el centro del Tiergarten (aunque ahora permanece cerrada por restauración). Por cierto, esta cinematográfica columna me recuerda al Ángel de la Independencia, en el Paseo de Reforma, de Ciudad de México.
Berlín nunca se agota
Como toda gran ciudad, tampoco Berlín se agota en unos días, ni en dos o tres miradas, sino que requiere de tiempo y muchos más ojitos que hablen, palabras que miren y miradas que piensen. Esta Metrópolis nunca se agota, aunque sí puede agotarte, si lo que pretendes es callejear, al menos, el Berlín centro o zona A. Para llegar al resto de sitios o zonas (B y C) lo mejor es coger la U-Bahn (metro) o bien la S-Bahn (tren de cercanías), que resultan realmente rápidos y eficaces. La RE7 o bien la RB14 te llevan por 2,80 euros, desde el aeropuerto Schönefeld y sin tener que hacer transbordo, hasta el centro de la ciudad. Es tal su tamaño, sobre todo después de la reunificación, que uno puede acabar literalmente exhausto después de nomadear durante horas y horas por la misma. Es una ciudad donde uno no siente agobio ni claustrofobia, en todo caso agorafobia, pues se muestra espaciosa, abierta, como un inmenso desierto urbano y rebosante de oasis. Terreno pantanoso, al menos bien húmedo (esa es al parecer su etimología), aunque hayan elegido el osito u osita (Bär/Ber) como símbolo, incluso cinematográfico, y uno se encuentre con muchos de estos, simpáticos y amorosos, a lo largo y ancho de la ciudad. Lo mejor, quizá -si encima hace buen tiempo, algo raro- es alquilar una bici y darle estopa. «Si quieres -insistió mi amigo Miguel Ángel- puedo dejarte una bici». También existe la modalidad de la bici-taxi, que tal vez les venga bien a los turistas perezosos, dispuestos a dejarse llevar.
Algunas de sus avenidas, como la triunfal 17 de junio, que es una prolongación de la famosa Unter den Linden, o la Kurfürstendamm, parecen auténticas pistas de aterrizaje, o podrían servir para tal menester, llegado el caso. La Strasse des 17 Juni parte de la Puerta de Brandenburgo, atraviesa el Tiergarten, y llega hasta el distrito de Charlottenburg. Por su lado, la comercial y chic Kufürstendamm, que tiene su punto de origen cerca del Zoologischer Garten, al lado de la bombardeada iglesia de la Memoria (Gedächtniskirche), atraviesa también Charlottenburg y Wilmersdorf.
Se me hace, cuando menos extraña, la numeración de las calles y avenidas, lo que debe obedecer, sin duda, a otra lógica, la lógica matemática alemana, tan genuinamente filosófica, al decir de algunos, que, como su idioma, responde a otra estructura lingüística, que poco o nada tiene que ver con la nuestra, esto es, la latina. No hay más que recibir algunos cursos de alemán para darse cuenta de ello.
Sorprende, asimismo, su escasa iluminación nocturna, incluso en los centros turísticos y de interés. Es harto probable que, de este modo, su ayuntamiento ahorre mucho en electricidad. No están los tiempos como para malgastar, y de esto Alemania sabe mucho. No en balde es la locomotora de Europa, y uno de los países más poderosos del mundo.
Berlín tampoco da la impresión de ser una ciudad en exceso aseada, antes al contrario, se ve y se nota algo sucia, y esto no lo digo con espíritu de pulcritud ni con afán moralizante, sino como simple constatación y dato objetivo. Aunque determinados lugares, como el tranquilo y agradable barrio de Nicolai, con sus sugerentes tiendas y tascas de cerveza y vino, próximo al Ayuntamiento Rojo (Rotes Rathaus), o la llamada isla de los museos (donde se hallan algunos museos como el Antiguo, el de Pérgamo o la Berliner Dom, o sea, la catedral), parecen especialmente cuidados.
En mi próxima visita a esta metrópoli espero no olvidarme de Gil y Carrasco, que como sabéis fue enterrado en el cementerio de Santa Eduvigis, «tragado por el muro de la vergüenza», según Valentín Carrera, y aún hoy se conserva una placa en la calle en la que viviera y muriera nuestro romántico literato, amigo íntimo del barón Humboldt. Se trata de la Dorotheensstrasse, en el número 39, próxima a la Puerta de Brandenburgo. Asimismo, me gustaría visitar algunos de los garitos nocturnos, que tan bien debe conocer el músico y paisano Luis Miguélez. Y asistir, cómo no, a una representación de Familie Flöz, Teatro Delusio, una compañía internacional asentada en la vieja capital del Reich y la nueva capital de la transmoderna arquitectura, que nos ha hecho reír y vibrar a lo largo de estos últimos años con su teatro de máscaras, gracias, entre otros, a uno de sus fundadores, Paco González, gallego-berciano de «la raya”.
Es probable que Berlín no sea ni una ciudad fea ni guapa, sólo una cosmópolis en contante ebullición cultural, artística, económica, urbanística, arquitectónica… capital creativa y de la concordia, que invita a descubrirla y aun redescubrirla en varios viajes, recorridos, nomadeos, porque al final es el viajero quien, a través de su mirada y su sentir, añade o no lindura a aquello que en verdad desea, y es su deseo lo que engendra esta belleza.
*Quiero dedicarle este Berlín a un paisano, alias «La Federal», que nos abandonó hace unos días a resultas de un puto Alzhéimer. Tomás fue uno de tantos emigrantes en Alemania Federal, de ahí su sobrenombre, quien durante un tiempo ejerció como cartero en la localidad de Noceda del Bierzo.