Un año más Nicanor García Ordiz acude a la cita con los lectores de Bembibre Digital para ofrecernos el tradicional cuento navideño. Un cuento siempre original, tanto en su concepción como en su planteamiento, que nunca deja indiferente al lector. La ilustración es también obra del propio Nicanor García Ordiz.
Bajo el Olivo
León, diciembre de 1941. La nieve caía en silencio sobre las calles adoquinadas, cubriendo con su manto blanco las heridas aún abiertas de una ciudad que intentaba respirar después de la guerra. Los portales oscuros y las ventanas cerradas parecían ojos cansados, incapaces de mirar hacia adelante. La gente caminaba deprisa, sin detenerse, como si temiera que el frío o la mirada equivocada los alcanzaran. Aún resonaban los ecos de los disparos y los gritos ahogados en las esquinas donde, no hacía tanto, los rumores podían costar vidas
Las tiendas de abastos estaban vacías, las colas ante los comedores de beneficencia se alargaban bajo la vigilancia de los soldados, y el trueque había sustituido al dinero en los callejones. En las iglesias, los villancicos intentaban levantar un ánimo que parecía imposible de redimir. En el corazón de la ciudad, la catedral se alzaba imponente, sus torres alcanzando un cielo plomizo. Sus vidrieras apagadas, carentes de la luz del sol, parecían guardar los secretos de un pueblo al que se le había robado hasta la esperanza.
Sara caminaba rápido, con la cabeza gacha, envuelta en un abrigo demasiado fino para el invierno cruel que azotaba León. Había pasado el día en la sastrería de la Plaza del Grano, donde trabajaba, un local frío y húmedo donde la naftalina competía con el olor a tela gastada. Apenas quedaban encargos, y los pocos clientes que llegaban lo hacían con ropas viejas que imploraban remiendos imposibles. Aquella tarde, cuando el último cliente se había marchado, un niño descalzo entró corriendo y dejó una carta sobre el mostrador. Antes de que Sara pudiera reaccionar, el pequeño ya había desaparecido entre los portales oscuros.
Era la sexta carta que recibía desde noviembre. Siempre escrita con una caligrafía pulcra, las palabras parecían salir de otra época, como si las hubiera redactado alguien que escribía más con el corazón que con las manos. “La verdad está más cerca de lo que imaginas. A medianoche, en el olivo del camposanto, encontrarás lo que buscas”. Sara leyó la nota en silencio, y sintió que algo dentro de ella se rompía.
El cementerio de San Isidoro, a espaldas de la colegiata, no le era ajeno. De niña había pasado horas allí, mientras su madre limpiaba las tumbas de los parientes. Pero siempre le había advertido: “No te acerques al olivo”. Ahora entendía que esas palabras escondían algo más que la simple preocupación por un árbol viejo.
***
Esa noche, León parecía una ciudad detenida en el tiempo. El frío calaba los huesos, y los cantos de la Misa del Gallo se extendían por las calles vacías como una oración perdida. En la Plaza Mayor, un grupo de soldados bebía de una botella, sus risas contrastando con el silencio resignado de los pocos vecinos que cruzaban la plaza apresurados. Las estrellas, ocultas tras un cielo encapotado, se negaban a iluminar las esquinas donde la penumbra se mezclaba con el miedo.
Sara caminó hacia el cementerio, sintiendo cómo el aire gélido mordía su rostro. Cada paso resonaba en la quietud de la noche, como si el suelo congelado protestara contra su avance. Bajo su abrigo llevaba el sobre que aquel niño le había dejado. Las palabras, “A medianoche, en el olivo del camposanto…”, no dejaban de martillearle la mente. Había algo en aquellas palabras que le removía el alma, un eco que no podía ignorar. A pesar de los temores que su madre siempre le inculcó —”No hagas preguntas, Sara, en estos tiempos es mejor no saber”—, la necesidad de respuestas la llevó hasta el cementerio de San Isidoro. Allí, junto al olivo que crecía en el rincón más antiguo del camposanto, lo vio: un hombre encorvado, envuelto en un abrigo oscuro y con una bufanda que apenas dejaba ver su rostro.
—¿Por qué vienes? —preguntó él, con una voz ronca que parecía cargada de años.
—Recibo cartas. Cartas que hablan de mi padre, pero no sé quién las envía.
El hombre permaneció en silencio un momento, luego se inclinó, recogió algo del suelo y se lo tendió. Era un paquete pequeño, envuelto en un pañuelo bordado con iniciales: J.M.
—A veces, el pasado no quiere ser desenterrado —dijo el hombre.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
El desconocido no respondió, se dio la vuelta y se perdió entre las sombras, como si nunca hubiera estado allí.
*****
Cuando el hombre del cementerio le entregó el paquete a Sara, bajo el olivo, no solo lo había hecho con un gesto mecánico; su mirada y sus palabras despertaron en Sara una mezcla de inquietud y curiosidad. Aunque su rostro permaneció en gran parte oculto por la bufanda, sus ojos parecían hablar un lenguaje que ella no comprendió del todo, pero que aún resonaba en su interior. Antes de desaparecer entre las sombras, el hombre había señalado el suelo bajo el árbol y dijo en voz baja:
—Bajo este olivo hay algo que te pertenece.
El tono de su voz no fue un mandato, sino un ruego cargado de significado. Sara, que hasta entonces había sentido el peso de las cartas como un juego extraño, un enigma más inquietante que revelador, sintió que esas palabras la empujaban hacia un abismo de incertidumbre. A su alrededor, el silencio del cementerio se volvió pesado, como si las tumbas, las lápidas y el propio olivo aguardaran su decisión.
Al principio dudó. Las manos le temblaban mientras abrió el paquete. El pañuelo contenía una cruz de madera y una carta. La cruz era tosca, hecha a mano, y la carta estaba firmada con las mismas iniciales que el pañuelo: J.M. Decía: “Perdóname por no haber estado. Pero siempre te he mirado desde aquí”. Sara sintió que las piernas le fallaban. Entonces, casi de manera instintiva, se arrodilló junto al olivo y observó la tierra. Allí, bajo la nieve que apenas cubría las raíces, percibió una conexión inexplicable. Era como si el suelo mismo reclamara su atención. Cavó bajo el olivo con las manos desnudas, ignorando el dolor de la tierra helada. Finalmente, sus dedos golpearon algo duro. Era una caja metálica, pequeña, con marcas de óxido por el tiempo que había pasado bajo tierra. La sacó con cuidado, limpió la tapa y, con un esfuerzo torpe, la abrió. Lo que encontró dentro —fotografías de un hombre joven con uniforme republicano, cartas fechadas en 1936 y una cruz similar a la que llevaba en el paquete— le confirmó lo que su corazón ya sabía.
En una de aquellas cartas, una mujer llamada Teresa, le escribía al hombre describiendo con ternura los primeros pasos de una niña. En aquella caja oxidada acababa de encontrar la historia de su padre, Juan Martínez, el nombre que su madre apenas había mencionado en veintisiete años de silencio. Allí no estaba la historia completa de Juan, pero sí los fragmentos suficientes para entender lo que su madre había callado y lo que alguien había querido que ella supiera.
La imagen de su infancia volvió con fuerza: las veces que acompañó a su madre al cementerio y las advertencias constantes de que no se acercara a ese árbol. Ahora todo tenía sentido. Ese olivo no era solo un árbol; era un testigo, un guardián de algo que acababa de descubrir y quién sabe si de algo más.
Se guardó todo bajo el abrigo y corrió de vuelta a casa.
*****
Su madre, Teresa, la esperaba sentada junto a la lumbre. Era una mujer menuda, de rostro marcado por los años y los secretos. Al verla llegar, percibió algo diferente. Sara se detuvo en el umbral, respirando entrecortadamente, y dejó la cruz sobre la mesa.
—¿Es esto suyo? —preguntó, rompiendo el silencio que había sido un pacto tácito entre ambas durante toda su vida.
Teresa bajó la mirada al objeto y dejó caer el cuenco que sostenía. Se llevó las manos al pecho, como si un dolor antiguo se hubiera reactivado de golpe.
—¿Dónde… dónde lo has encontrado? —susurró, casi sin voz.
—En el cementerio. Bajo el olivo. ¿Por qué nunca me contaste nada?
Teresa alzó la mirada, y en sus ojos había algo que Sara no reconoció: miedo, sí, pero también una profunda tristeza.
—Tu padre… Juan… Era un hombre bueno, Sara. Nunca debió morir. Lo enterraron como a un perro. Ni siquiera me dejaron despedirme de él.
—¿Qué pasó? —insistió Sara, con lágrimas en los ojos.
Teresa se hundió en la silla, como si cada palabra que estaba a punto de pronunciar fuera un ladrillo que derrumbara el muro que había construido durante décadas.
—Tu padre luchaba en el frente de Asturias, con el Ejército Popular. No era un hombre de armas, pero creía que podía construir un mundo más justo. Cuando los fascistas ganaron, huyó. Volvió a León para intentar sacarnos de aquí, pero lo traicionaron. Un vecino, alguien que conocíamos, lo delató. Lo llevaron a la cárcel, lo interrogaron durante días y lo fusilaron una mañana de noviembre, junto a otros tres hombres. Al olivo lo plantaron los frailes, como una marca, un símbolo. Los cuerpos están allí porque nadie quiso reconocerlos. Yo… nunca te hablé de esto porque tenía miedo. Porque hasta recordar podía ser peligroso. Hasta amarlo podía serlo.
Sara sintió que algo se quebraba dentro de ella. Las imágenes de su infancia cobraron un nuevo sentido: la rigidez de su madre, la ausencia de cualquier mención a su padre, las noches en las que creía escucharla llorar a través de las paredes.
—¿Y quién es el hombre del cementerio? ¿Cómo sabe tanto?
Teresa se estremeció.
—No lo sé, pero alguien siempre deja flores en el olivo, cada Navidad. Quizá sea alguien que estuvo con tu padre, alguien que no puede olvidar.
Sara no volvió a ver al hombre del cementerio, pero siguió recibiendo cartas. En una de ellas, el desconocido relataba cómo Juan Martínez, en su última noche, había compartido un mendrugo de pan con los otros prisioneros y les había dicho: “Aún podemos morir libres, si no dejamos que nos quiten la dignidad”. Aquella frase se le quedó grabada a Sara, como un faro en la oscuridad.
La posguerra no fue más amable con ellas. La sastrería apenas daba para sobrevivir, y Teresa, ya mayor, pasó los inviernos junto al brasero, tejiendo en silencio. Pero Sara nunca dejó de cuidar el olivo. Ni de contar la historia de su padre, primero a los hijos de los vecinos y luego, años más tarde, a sus propios nietos. Les enseñaba las cartas y las fotografías, y les decía: “Este es vuestro abuelo. Luchó por un mundo mejor, aunque no lo consiguió. Pero su lucha importa, porque nos recuerda quiénes somos”.
El olivo seguía allí, en el rincón del cementerio de San Isidoro, cuando Sara murió, muchos años después. Nunca dio frutos, pero sus ramas retorcidas y resistentes se convirtieron en un símbolo silencioso para los pocos que aún recordaban. Entre ellos, un hombre anciano con una bufanda oscura, que cada Navidad dejaba un ramo de flores al pie del árbol.
Fin.
Nicanor García Ordiz