Cuento de Navidad: El regreso

Un año más Nicanor García Ordiz acude a la cita con los lectores de Bembibre Digital para ofrecernos el tradicional cuento navideño. Un cuento siempre original, tanto en su concepción como en su planteamiento, que nunca deja indiferente al lector.

El regreso

En la Villa Vieja de Bembibre, en los vibrantes años 80, florecía la inocencia y la alegría en cada rincón. Allí, entre calles empedradas y casas de colores, vivía el niño José María Natal, rodeado del amor incondicional de su familia.

Su padre, el doctor Alejandro Natal, era una figura respetada en el pueblo. Siempre llevaba consigo la vocación de curar a las personas y dedicaba su vida a cuidar de aquellos que más lo necesitaban. Su madre, Dolores, una mujer piadosa y excepcional madre, brindaba dulzura y ternura a cada uno de los días.

Las calles de la Villa Vieja eran un hervidero de vida. José María se encontraba con amigos en cada esquina, compartiendo aventuras y risas. Juntos, exploraban los misterios del río Boeza, construían cabañas secretas en el bosque de la Dehesa y buscaban tesoros en cada rincón. Aquellos momentos se convertían en recuerdos imborrables, huellas perennes en el corazón del niño José María.

El aroma a bizcocho recién horneado de la panadería de don Ramón inundaba sus sentidos mientras caminaba por el bullicio del mercado. Saludos y sonrisas calurosas se intercambiaban entre vecinos que se conocían desde siempre. Aquel era un lugar donde la comunidad se abrazaba en la camaradería, donde los problemas se convertían en desafíos superados en conjunto.

Las tardes de verano eran mágicas, iluminadas por el sol radiante y cubiertas por el manto verde de los campos. José María, junto a sus amigos, disfrutaba con cada juego, reía con cada travesura y se emocionaba con cada historia contada bajo el firmamento estrellado. Los sueños de aquel niño eran grandes, impulsados por el ejemplo de su padre y el amor y apoyo de su madre.

La vocación de José María por curar a las personas floreció temprano. Observaba con fascinación cada gesto compasivo de su padre, cada paciente que regresaba a casa con una sonrisa. Las historias de sanación y esperanza, narradas al calor del hogar, se convirtieron en semillas de una pasión que crecería con el tiempo.

En las noches de invierno, el fuego crepitante en la chimenea unía aún más a la familia. Mientras su madre tejía cálidas prendas y su padre hojeaba viejos libros de medicina, José María soñaba despierto con un futuro consagrado a aliviar el sufrimiento ajeno.

En aquella infancia feliz, José María Natal aprendió el valor de la empatía, de la compasión y del amor incondicional. La sombra de su padre y la devoción de su madre le enseñaron que el arte de curar no solo sanaba cuerpos, sino también almas. Su corazón latía impaciente, esperando el momento en que su vocación se convertiría en su misión de vida.

Y así fue como el niño de la Villa Vieja creció, llevando consigo los sueños y valores de una infancia dorada. El camino de José María Natal se trazó con el amor de su familia y la pasión por curar a los demás, como su valiente padre. Un camino marcado por la bondad y el deseo de hacer de este mundo un lugar más cálido y compasivo.

Años después, una vez completada su carrera de Medicina, en Salamanca, se embarcó en un periplo que lo llevaría a lugares inesperados.

José María comenzó su carrera en un pequeño consultorio rural en las montañas de León. Allí, aprendió el valor de la atención personalizada y la importancia de establecer una conexión auténtica con cada paciente.

Un día, mientras leía sobre las obras humanitarias de Médicos sin Fronteras, una llama de inspiración se encendió dentro de José María. Sintió que su lugar estaba en esos lugares donde el sufrimiento se extendía sin cesar. Sin dudarlo, escribió una carta de solicitud y envió su currículum a la organización.

Con el tiempo, llegó la respuesta tan esperada: Médicos sin Fronteras lo había aceptado como voluntario. José María estaba lleno de emoción y nerviosismo. Sabía que el camino por delante sería todo menos fácil, pero no dejó que el miedo se interpusiera en su camino.

Su destino fue Palestina, una tierra desgarrada por el conflicto. José María llegó a la Franja de Gaza con el corazón cargado de esperanza y determinación. Allí, se encontró con un mundo plagado de adversidad y desafíos. La guerra había dejado profundas cicatrices en la población, tanto físicas como emocionales.

En aquel hospital, José María trabajó incansablemente para brindar atención médica a aquellos que habían perdido tanto. Cada día era una prueba de resistencia y resiliencia. Las escasas provisiones y el peligro constante no doblegaron su espíritu. Él estaba allí para sanar y apoyar a los que más lo necesitaban.

José María vio escenas desgarradoras: cuerpos destrozados por la violencia, familias devastadas por la pérdida de sus seres queridos. Pero también presenció momentos de esperanza, sonrisas que se abrían camino entre las ruinas. Las historias de supervivencia y las ansias de vivir a pesar de todo lo que habían sufrido le recordaron la fortaleza del espíritu humano.

Cada día, José María se levantaba enfrentando la realidad cruel de una guerra que amenazaba con ir a más, pero también motivado por la idea de que su trabajo podía marcar una pequeña pero significativa diferencia. A través de su labor, pudo brindar alivio a las heridas, ofrecer consuelo a los afligidos y, sobre todo, transmitir amor y humanidad en un entorno deshumanizante.

Aunque había momentos de dolor y desesperanza, José María no renunció a su misión. A medida que transcurre el tiempo, su nombre se hacía conocido en Gaza, y su compromiso con la salud y el bienestar de las personas se convertía en una fuente de inspiración para muchos.

Enfrentó muchos desafíos en Gaza, pero también encontró amor y gratitud en las sonrisas de los que pudo ayudar. A través de su dedicación, José María Natal demostró que no importa cuán adversas sean las circunstancias, siempre hay una luz brillante de esperanza que puede guiar el camino hacia un mundo mejor.

El pasado mes de octubre, José María se convirtió, a su pesar, en testigo, de los bombardeos sobre la Franja de Gaza. Había estallado una guerra despiadada y sin igual, transformando la vida de todos en caos y devastación. Pero él no podía permitirse rendirse, su vocación era atender a los heridos y aliviar su sufrimiento. Con cada bombardeo que azotaba la ciudad, su labor se multiplicaba mil veces.

Las puertas del hospital eran un torbellino de heridas, hombres, mujeres y niños llegaban en oleadas interminables. Sus cuerpos, mutilados y desgarrados, parecían ser las víctimas de una sinrazón inhumana. José María los recibía con la esperanza de salvar vidas, pero a veces, solo quedaba consuelo para su marcha al más allá.

Noches sin luz, medicinas escasas y recursos limitados eran su día a día. Dormir y comer eran lujos efímeros, incomparables con la premura de su trabajo. Entre el bullicio y el llanto, su única compañía constante era el estrés aplastante de no poder ayudar a todos, de sentir que, por cada vida salvada, había diez más que se perdían en la oscuridad y el dolor.

En una de aquellas jornadas interminables, mientras José María luchaba por sanar las heridas físicas y emocionales de los destrozados habitantes de Gaza, el sonido del teléfono cortó el aire viciado del hospital. Era su madre, Dolores, desde España, buscando un poco de luz en la guerra que la distancia no podía borrar. Le pedía que volviera a casa para pasar la Navidad juntos.

El corazón de José María se agitó en un torbellino de emociones encontradas. Él le prometió que sí, que volvería a pasar la Navidad a Bembibre, con ella y su padre. La promesa hecha a su madre era un faro en medio de la oscuridad, una promesa que le permitiría desconectar de la violencia y abrazar la calidez de su hogar. Pero sabía que dejar atrás a aquellos en quienes había depositado su vida también era un peso insostenible.

Sin embargo, el médico decidió honrar la promesa que le hizo a su madre. Con el cansancio impregnado en sus huesos y la incertidumbre abrazándolo, se preparó para partir hacia su anhelado hogar. Pero los designios de la guerra no conocen pausas, ni treguas. El día antes de su partida, un misil impactó violentamente contra el hospital donde tantas vidas había intentado salvar.

El estruendo ensordecedor de la explosión inundó los oídos de José María. El edificio tembló y la muerte se adueñó del lugar. Los heridos se amontonaron y los muertos quedaron atrapados entre los escombros. José María, junto con quienes aún resistían a la sombra de la tragedia, herido de muerte, trató de volver a poner en pie la esperanza que se había quebrado.

Pero esta vez, el médico también sucumbió. Sus fuerzas, agotadas y heridas, no pudieron sobrevivir al impacto. La promesa que le hizo a su madre se desvaneció en el aire, perdida como un suspiro breve. La Navidad que tanto anhelaba compartir se volvió un sueño roto en mil pedazos, como los sueños de los cientos de niños y niñas que vio morir, antes que él, en aquel hospital que acabó, como muchos otros devastado por la sinrazón.

©️ Nicanor García Ordiz

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