La foto de Aylan Kurdi escuchando el silencio de la tierra -con el romper de las olas sobre su cuerpecito como único testigo- se convirtió en icono de los niños que dejan de serlo de repente. Desde entonces han sido muchos. Porque en esto, más de uno, siempre es demasiado. Y corremos el riesgo de acostumbrarnos. De desayunar cada dIa con un nombre distinto en actitud de escucha, sin que nos conmueva. Marcos Miguel Pano ha sido sólo el último. Con únicamente 7 meses, otros decidieron que ya había vivido lo suficiente. Y en un fuego cruzado de pensamientos envenenados resultó alcanzado.
Debemos reaccionar.
Detengamos las olas en Bodrum. Que el viento no sople. Que la noche nunca llegue para amanecer triste. Que la arena de la playa brille más que nunca, sólo cubierta por diminutas huellas de pisadas vivas.
Detengamos la descarga de odio en la aldea de Hiraitan. Que las paredes de sus casas se alcen orgullosas. Que los bloques no tiemblen. Que el adobe ensamble las piezas de sus moradas, para que persistan eternamente como lo hizo su historia.
Detengamos el silbido de las balas perdidas en Pinotepa Nacional. Los ataques por la pequeña espalda y las vidas inconclusas. Que el inaudible llanto no sea mayor que la algarabía adulta.
Turquía, Siria o México. Son sólo ejemplos de un mal mayor.
3 años, 7 meses. Son sólo edades para crecer.
Al tratarse de niños no he escrito la palabra muerte, pero quizá tendría que haberlo hecho. Y con mayúsculas.
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