El Ferroviario

Manuel Cuenya 

El ferroviario resultó ser un tipo singular, que llegó a contarme el Corán en versículos. Cogí el tren en la estación de Fez.

El interior de la estación estaba abarrotado de gente con muchas bolsas y cajas de cartón. Algunos tipos utilizaban sus macutos para sentarse encima de ellos. Otros permanecían tumbados en el suelo, descalzos. A un tipo se le ocurrió quitarse las babuchas, color yema de huevo, y lavarse allí mismo los pies con el agua de una botella. No resultaba fácil abrirse paso entre la muchedumbre. Olía a sudor rancio. Aun así intenté acercarme al bar de la estación en busca de un bocadillo. Sufrí algunos empujones antes de alcanzar el bar. Pero, al fin, lo logré. Mi viaje por Marruecos llegaba a su fin. Subí con tristeza al tren y busqué un vagón vacío, que no encontré. Necesitaba descansar, rememorar el tiempo vivido en Marruecos. Aún no había dejado la ciudad de Fez y ya estaba dándole vueltas a la cabeza. En el vagón, por fortuna, sólo estaban dos personas. Me senté enfrente de una chica. A su lado viajaba un chaval. El lugar exhalaba un olor a almizcle, en cierto modo excitante. Los asientos eran de cuero rojizo, desgastados por el uso. El muchacho, sonriente, me saludó nada más entrar. Ella, en cambio, me ignoró. Tenía hechuras de mujer remilgada. El chico me preguntó si era francés, tal vez porque le había respondido a su saludo con un bonjour. Le dije que era español, que estaba recorriendo Marruecos, y que por el momento este sería mi último viaje por el país hasta llegar a Tánger.

    – Je vais juste à Asilah – me dijo -. Tu connais cette ville?

    – Non

Me contó que era estudiante y que estaba dispuesto a invitarme a Asilah. «C’est une ville très jolie et bien tranquille», insistió. La chica permaneció callada, hasta que le pregunté si también ella era estudiante y viajaba a Asilah. «Sí, estudio en España», respondió con sequedad en un perfecto español. «Mi nombre es Mariem o María, como lo prefieras», añadió. Mariem tenía una voz aniñada, que me resultaba pegajosa. Guapa tras su vestimenta europea, no paraba de abanicarse. Era el suyo un abanico español. Vestía un traje de color negro, y parecía una bella donna sobre una duna o una diva del cine hollywoodiense. Estaba convencida de que Marruecos es un país maravilloso, donde la gente vive bien. «Sí, Marruecos es un país extraordinario – respondí -, pero muchas personas viven en condiciones miserables». Entonces ella se ofendió como quien no quiere ver la cruda realidad. Oculta tras sus negras gafas de sol, miraba como con desprecio. En realidad, ni siquiera miraba. El pasillo del tren era una romería o un zoco. Algunas mujeres, embutidas en sus chilabas, cargaban grandes fardeles. Una, oronda y con el rostro colorado, abarrotó nuestro compartimento con bolsas y bultos. Y luego se fue al pasillo, donde había un trasiego constante de gente, a sentarse encima de una caja de cartón.

Mariem se daba aire con el abanico, y de este modo impregnaba el ambiente con su fragancia. Jamal, que así dijo llamarse el chico, se encaró con la diosa marroquí, y al cabo de unos minutos comenzó una guerra verbal. Mariem, además de español, hablaba una ensalada de árabe y francés, que acabó sacando de quicio al marroquí. No me quedó más remedio que presenciar su discusión encarnizada como un espectador que estuviera en un reality show. Se dijeron no sé cuántas barbaridades. El baile de insultos me tenía boquiabierto. En esencia, no sabía por qué habían llegado a tal situación. Jamal era o parecía un chaval humilde, y Mariem estaba como en otro mundo. El magrebí, aunque tenía pinta de tranquilo, perdió los papeles y en un arrebato de ira le dijo que era una puta. «Tais-tois, sale pute». Y ella, que no estaba dispuesta a ser humillada, replicó con saña: «Va te faire foutre, connard». Por momentos creí que Jamal iba a golpearla. Mariem gritó, sofocada, y salió del vagón dando un portazo. «No creas que las marroquíes son como ésta – añadió él en francés, malhumorado, aún, por el encontronazo -. Esta es una asquerosa puta». No sabía qué decirle. Me sentía fuera de sitio. A lo mejor Mariem era una estudiante que practicaba el puterío en España, o en alguno de los muchos antros que hay en Marruecos, disfrazados bajo el chistoso nombre de night clubs. Me había quedado impresionado cuando me había dicho que ella, cuando iba a la disco, gastaba unos dos mil dirhams en copas. Quizá fuera una chica bien, de familia adinerada. El marroquí, convencido, insistió en que no era más que una puta de lujo.

El tren llegó a la estación de Meknès, que está a una hora de Fez. Mariem nos había abandonado, aunque el vagón olía aún a ella, y me embargó un perfumado y delicioso ensueño. El sol lucía espléndido aquella mañana de abril. En Meknès se subieron dos chiquitas, que rápido entablaron conversación. Eran compañeras de escuela de Jamal. Tras ellas apareció un señor que buscó asiento a mi lado. Las chicas se sentaron enfrente, junto a su colega. Una era morenita y delgada. Tenía un rostro hermoso y unos ojos negros que me llegaron al alma. Se llamaba Ilhame. Me resulta imposible olvidarme de ella. Era de Meknès, y estudiaba en Asilah, en un centro hostelero de turismo. La otra, Souad, era gordita y tenía aspecto africano. En la mirada de Ilhame se percibía vitalidad, ternura y apasionamiento. Me sentía acariciado por su mirada. Souad, por su parte, quiso enseñarme algunas palabras en árabe.

     – ¿Es usted extranjero? – me preguntó el señor que se había sentado a mi lado, como con ganas de charlar.

     – Sí, señor.

     – ¿Francés?

     – No, señor, soy español.

     – ¡Ah, qué bien! Creía que era francés o bien marroquí – me soltó el señor, mientras se sonreía con malicia.

Ilhame y Souad rieron la gracia del señor, y Jamal le dijo algo en árabe, que no entendí. Ilhame me tenía como hechizado, y no podía dejar de mirarla.

     – ¿Te gustan las chicas marroquíes? – me lanzó a bocajarro el individuo.

Se notaba a la legua que el tipo en cuestión quería llevarme a su terreno, y me dejé llevar.

     – Perdone que no me haya presentado aún – me dijo -; mi nombre es Noureddine, Noureddine Loukili, y soy conductor de tren, aunque hoy es mi día libre.

Hubiera dado cualquier cosa porque este señor se callara, pero no parecía dispuesto a cerrar el pico. Mi afán inicial por descansar en el tren parecía fuera de toda realidad. Las chicas y Jamal habían comenzado a conversar en árabe, y el ferroviario estaba dispuesto a explicarme la filosofía que encierra el islamismo.

     – He estado por varios sitios de Europa, pero en ninguno he encontrado mujeres como las marroquíes -; y al decir esto miraba con malicia para Ilhame y Souad como queriendo hacerlas cómplices de nuestra conversación. Ellas se sonreían pero era la suya una sonrisa cálida y transparente. Jamal había decidido tomar un descanso, y no prestaba atención a la perorata del ferroviario.

     – Nuestras mujeres son las mejores, tal vez del mundo.

     – Sí, me gustan mucho las marroquíes – acerté a decirle, mientras le clavaba la mirada a Ilhame -; tampoco podía dejar de pensar en Mariem. «¿Qué hubiera ocurrido entre esta chica y el ferroviario?», me dije. El ferroviario puso cara de satisfacción ante mi respuesta. «Que las marroquíes sean mujeres extraordinarias – prosiguió – es debido a nuestra religión». En cierto modo el ferroviario había sustituido a Mariem, y la animación estaba servida, una vez más. «Ya salió la religión a relucir – pensé – pero no me atreví a decirle nada». De repente, casi sin darme tiempo a respirar, el ferroviario estaba abusando del lenguaje, ese verbo que a veces resulta traidor y pendenciero: «cuando las mujeres son muy fogosas – me espetó con saña – lo mejor es hacerles la circuncisión, para que no se desdigan ni se conviertan en fogosas. Hay que tenerlas siempre bajo control». Me quedé de piedra. Contuve la respiración, aun otra vez. Ilhame y Souad hacían como que no oían, mientras Jamal seguía durmiendo.

Como para quitar hierro al asunto, se me ocurrió pedirles a las chicas que me escribieran algunas palabras en árabe en mi cuaderno de notas. De este modo estarían entretenidas, y no oirían las majaderías pronunciadas por el ferroviario. Tras su apariencia de europeo relamido se escondía un integrista. El ferroviario parecía dispuesto a hacerme comulgar con sus retahílas. Estaba asistiendo a un ceremonial en toda regla, bajo los auspicios y la tutela ejemplar de un fanático.

El ferroviario no paraba de hablar. Estaba como poseído, y tocaba todos los palos de la baraja. Del sexo pasó a la política en un santiamén. Sin embargo, la religión seguía latente como un fantasma carnal que impregnara con su aroma de incienso el ambiente. Jamal, por su lado, continuaba con la siesta, cada vez más placentera, a tenor de sus ronquidos; y las chicas se entretenían escribiendo palabras en árabe en mi cuaderno. El ferroviario no tenía intenciones de dejarme libre ni un instante, aunque de vez en cuando aprovechaba para mirar de reojo a Ilhame.

     – Por fortuna, en nuestro país no existe el comunismo, esa aberración política, que ya no funciona ni en países como la antigua Unión Soviética.

Después de oír tal sarta de tonterías se me ocurrió mandarlo a hacer puñetas, mas dejé que pasara la marea. Por fortuna estaba Ilhame, que de vez en cuando me miraba con una sonrisita cómplice. Entonces el ferroviario recurrió a una suerte de provocación y demagogia: «¿A quién se le ocurriría compartir a su mujer o mujeres con otros?». Al decir esto estalló en carcajada, y prosiguió con su verborrea: «Gracias a nuestra religión las mujeres son sumisas, amables, buenas cocineras y nos sirven con amor, además son muy calientes, debes probar con alguna, por ejemplo con estas chicas, te haces musulmán y te casas con una o con las dos». Ilhame, que estaba al tanto, asintió con la cabeza, y Souad, que seguía embebida escribiendo palabras en el cuaderno de notas, alzó la vista, y se sonrió.

     – ¿Y cómo puedo hacerme musulmán?

Estaba dispuesto a seguirle el juego hasta el final, porque no había forma de quitármelo de encima.

     – Debes hacerte la circuncisión – respondió él contundente -. Ya sabes que es algo saludable.

     – No estoy convencido de que la circuncisión sea saludable – apostillé -, además un circunciso pierde sensibilidad a la hora de hacer el amor. Sabe, Señor Loukili, ¿así dijo que se apellidaba, no?, tocarse el frenillo procura mucha excitación, y no quiero perder este placer.

     – Eso no es cierto – respondió atento y simpático -, el placer sexual es aún más intenso sin frenillo, y el glande al descubierto está a salvo de algunas enfermedades.

     – Si te lo lavas correctamente y a diario – contesté – nada hay que temer. Y añadí: además, para eso está el condón, que encima nos preserva de las enfermedades.

     – El condón es algo postizo, antinatural – se sofocó el ferroviario -, que empezaba a chorrear sudor por todos los entresijos de su cuerpo.

No hacía tanto calor en el vagón, él mismo se había preocupado por bajar la ventanilla, pero se estaba tomando en serio su papel de instructor, y pretendía convencerme a través de su verbo fluido y su sabiduría islamita.

     – En cuanto a la higiene, los islámicos somos gente muy limpia pues nos lavamos varias veces al día con motivo de nuestros rezos.

     – No hace falta ser musulmán para ducharse a menudo.

El ferroviario estaba llegando lejos con su charla. «Tú podrías ser un marroquí, y yo español», me largó con una sonrisa picarona. Sus ojos azul celeste y su barba pelirroja le daban aspecto de nórdico. Su ameno y atrevido discurso no parecía tener término. El ferroviario estaba dispuesto a confesar incluso sus gustos gastronómicos.

     – Aunque sea islámico, he llegado a probar el cerdo en Francia, pero no me pareció nada del otro mundo. Confieso que lo comí sin darme cuenta.

     – Pues en mi tierra el cerdo se come casi a diario.

     – El cerdo es un animal que se revuelca en cualquier mierda – se alarmó -, y puede trasmitir muchas enfermedades.

Estuve a punto de sugerirle que leyera «Vacas, cerdos, guerras y brujas» del antropólogo Marvin Harris. «¿Y si le dijera que la prohibición divina de la carne de cerdo – pensé – constituyó una estrategia ecológica acertada, porque este animal no se adapta, desde el punto de vista termodinámico, al clima caluroso y seco de las tierras coránicas?» Pero no lo hice, entre otras razones porque no hubiera servido de nada.

     – Es malo comer cerdo – sentenció él -, porque merma la capacidad sexual de los hombres -. Nosotros, en cambio, somos capaces de complacer a varias mujeres a la vez.

     – Me gustaría tener varias mujeres – le dije, mientras seguía su juego -, siempre he soñado con un harén.

     – Piénsatelo y hazte musulmán – me tiró a bocajarro -. Y puntualizó: pero para poder tener varias mujeres – un máximo de tres -, debes disponer de recursos económicos y sexuales para mantenerlas y satisfacerlas como es debido.

Ilhame me lanzó una mirada de ternura que me conmovió, y Souad me mostró todas las palabras en árabe que ella y su colega habían escrito en mi cuaderno. También habían anotado sus direcciones. «Si vuelves a Marruecos, llámame, por favor», me dijo Ilhame entusiasmada. Souad me estrechó la mano, que llevó a su corazón con vivacidad y en un gesto de amor fraternal. El ferroviario seguía hablando aunque nadie quisiera escucharle.

«Pregúntales a estas hermosas señoritas si quieren casarse contigo», dijo, dirigiéndose a ellas, que rieron la gracia y asintieron con la cabeza. Ilhame me guiñó un ojo y se despidió con un beso en la comisura de los labios, que me supo a gloria bendita.

No había forma de alejarse del ferroviario, dispuesto como estaba a hacer todo tipo de confesiones: «también he probado el alcohol. Ya ves cómo no soy un fanático».

Habíamos llegado a la estación de Asilah. Las chicas despertaron a Jamal, que me deseó suerte y se disculpó por su comportamiento con Mariem. Sin embargo, seguía convencido de que era una puta, y que por lo general las mujeres marroquíes suelen ser encantadoras, como sus colegas.

El señor Loukili había decidido bajarse en Asilah o bien cambiar de vagón. Se despidió con un apretón de manos, mientras esbozaba una sonrisa sardónica.

     – Hazte musulmán – me recordó.

Viajé solo desde Asilah a Tánger. Al fin, disfrutaba de la soledad que se requiere para recordar los buenos momentos que había vivido en Marruecos. No podía dejar de mirar el paisaje a través de los ojos de Ilhame. Sin embargo, el compartimento olía a Mariem, aún. El mar, al fondo, me arrullaba; y el cielo anaranjado me hizo soñar, despierto.

Tánger se me aparecía más hermosa que nunca. Recordé que aún tenía en la mochila el bocadillo de pollo que había comprado en Fez. Estaba hambriento. Nada más salir de la estación me encontré con un montón de taxis. Todos los taxistas parecían dispuestos a llevarme a algún lugar. «Monsieur, monsieur, s’il vous plaît», «¿Adónde te llevo, amigo?», me decían unos y otros. No hice caso a sus súplicas. Le eché un vistazo al cuaderno de notas, en el que Ilhame había escrito: «Je t’aime… habibi». Y sin mirar atrás, mochila a la espalda, me encaminé hacia la zona portuaria. Comenzaba a oscurecer. La ciudad blanca quedaba atrás, y sentí una nostalgia que me estremeció el alma.

 

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