Había deseado, con todas mis ganas, estar sola, pero qué dura se hace la soledad en Navidad.

Aquel 24 de diciembre, las calles de París estaban repletas de hombres, mujeres, niños, personas todas con abrigos de paño, bufandas de lana, ropa de invierno. Eran, casi todas, compradoras de sustentos, regalos y sueños para disfrutar la Navidad. En los comercios sonaban las canciones navideñas, tonadas de todas las partes, con todos los ritmos. Todo el mundo estaba acompañado de alguien que sonreía o carcajeaba. Yo no, yo estaba sola.

Soy la mayor de los 11 hijos de una familia andaluza, y me crie con ellos en un atestado barrio de Viviendas de Protección Oficial de las afueras de Málaga, así que había pasado gran parte de mi vida deseando la soledad. Ahora, pese a todo y a casi todos, me había convertido en una estudiante universitaria de 26 años de edad que estaba afrontando la ruptura de una relación amorosa que había durado seis años, y por fin contemplaba lo que tanto había anhelado, pero no estaba muy segura de que, en realidad, me gustaba.

El sol había pasado el día escondido tras las brumas del Sena y ya la noche empezaba a hacerse visible, y el inevitable regreso a mi pequeño apartamento vacío me provocó desasosiego. Las guirnaldas de luces de colores que decoraban los escaparates y los árboles de los paseos me atraían, y deseaba que alguien saliera de un hogar y me invitara a entrar a una estancia confortable y cálida, con un árbol navideño elegante, salpicado de nieve artificial y colocado sobre un pie de terciopelo cubierto de muchas cajas envueltas en papel de mil dibujos, conteniendo todo tipo de bonitos regalos. Me detuve a la entrada de un pequeño supermercado, y me deprimí aún más al ver a la gente llenando los carros con cosas ricas. Me vi en Málaga, mi Málaga, con mi madre, comprando turrones, mazapanes, polvorones, roscos de vino, peladillas, mantecados, hojaldrinas, alfajores… Cerré los ojos y recordé los panes de higos, las nueces, las avellanas… Recordé los colgantes de caramelos y galletas que, junto a los regalos, recibíamos de niños el Día de Reyes, en la Navidad de mi barrio pobre de Málaga, porque los obsequios más preciados se reservaban para el 6 de enero.

Extrañaba a mi familia, sus fiestas ruidosas, su alegría, los bailes, los cantes navideños con aires flamencos… Quería llorar por haber deseado estar sola y haberlo conseguido.

Frente a una iglesia, camino de mi casa, habían colocado un nacimiento, con figuras de José y María junto al pesebre, y los Reyes Magos ofreciendo sus presentes al Niño Jesús. Me quedé mirando la escena con otros transeúntes, algunos de los cuales se santiguaban y rezaban. Mientras me dirigía a casa, me di cuenta de que la historia del peregrinar de José y María, de puerta en puerta, en busca de posada, se parecía mucho a mi propia historia. Haber dejado Málaga seguía siendo una herida abierta en mi alma, y aún luchaba por saber en quién me había convertido después de 14 años de vivir en París. Había llorado mis pérdidas, muchas veces, muchas navidades, pero, una vez más, me daba cuenta de lo que había ganado. Era independiente, culta, audaz y tenía salud. Me quedaba una vida por delante, repleta de posibilidades.

A veces, el mejor regalo es el que nos damos a nosotros mismos. Aquella Navidad me percaté, una vez más, de lo que había logrado hasta ese momento, y me conjuré, de nuevo, para seguir adelante, firme, sin temores. Es el mejor obsequio que he recibido en mi vida, el que me he regalado y el que más valoro; aunque siga acompañada de esta soledad, también en Navidad.

© Nicanor García Ordiz, Navidad 2017

 

 

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