Cañón de Entrepeñas. Furacón de los Mouros. Septiembre de 1997

De nuevo al encuentro del río. Los castizos autóctonos, a este revoltoso afluente del Sil le llaman Primou, incluso así figura escrito en legajos con diez siglos de polvo. Sin embargo allá por el XIX, un chupatintas afrancesado maniobró para agregarle la “t” final que hoy padecemos. Es un asunto obsceno, como lo sería no acompañar de vino un botillo, sino de eau Vichy.

Los bosques se superan a sí mismos. La otoñada seduce por doquier. Un esplendor de tonos áureos, púrpuras. Al pasar por la chopera, una leve brisa cimbrea las copas, desencadenando una lluvia de hojas marchitas con olor a tanino, la lluvia amarilla. Detengo el paso, a contemplar las cristalinas pozas, tan límpidas que las truchas  parecen flotar en el aire. Raras mariposas anfibias.

Asciendo por la ladera de pizarra y cuarcita, siguiendo el tendido eléctrico. Estudio  cada canalón de los farallones que se precipitan a las honduras, por si alguno permitiera el descenso a la terraza intermedia, pero todos caen verticales. Por fin veo uno practicable. Lo destrepo, clavando uñas, pezuñas y dientes. Aterrizo sobre la cornisa breve que sube sostenidamente, al lado mismo de unos impresionantes abrigos ferruginosos,  para chasco carentes de pinturas.

Sigo explorando terraza arriba, apalizándome. El brezal es casi infranqueable, la excesiva pendiente se alía con él de mala manera. De todas formas,  avanzo. Avanzo unas veces a pie, otras a gatas, incluso de rama en rama. Ni rastro de pinturas. Alcanzo la cumbre de la loma, denominada Peña Redonda, amurallada en derredor. Quizá un castro, o un antiguo corral. El recinto puede tener una hectárea de superficie. El terreno está despejado, se diría que barrido, favorable para encontrar algún resto de cerámica o de útiles. No hay nada. Sólo adivino ruinas de construcciones en el extremo más alto.

Continúo hasta el Furacón. Me tumbo en suelo, reventado como el tanga de la choni tras el botellón, a repostar energía de aire y luz. Devoro el bocata de pimientos fritos. Cuando apuro la última gota de agua, recurro a la petaca y resucito definitivamente. Fotografío, calco, comparo la paleta de colores, me reconcentro en cada signo, pinto en el bloc a mano alzada. No es un trabajo de dos tardes. Habré de retornar cien veces.

Ateniéndonos a parámetros geológicos, podríamos asegurar que el Furacón es un cuchitril, un agujero excavado en la peña por la caprichosa natura. Si la medida fuera de carácter espiritual, si el espíritu pudiera medirse o cuantificarse,  entonces hablaríamos de una prodigiosa catedral, un imponente archivo donde permaneciera manuscrita en roca la más valiosa reliquia: las primeras inquietudes culturales del hombre. Creencias, miedos, anhelos, súplicas, plegarias… Sin ninguna duda las plegarias de aquellos brujos fueron atendidas, y eso siempre es peligroso. Lo peor que pudo pasarles, considerando cómo hemos envilecido sus descendientes, hasta qué punto estamos destripando el planeta.

Vuelvo a tumbarme, los ojos doloridos. Dormito, deslumbrado por una claridad que al cerrar los párpados torna acerezada y en la cual fluctúa un barullo de símbolos mareantes. Quién sabe qué emanan estos lugares. Quién conoce la fuerza de su influencia. Nadie de nosotros. Quizás sí etnias supervivientes, ancladas todavía en unos conocimientos neolíticos o paleolíticos, sabrían interpretar estos jeroglíficos, traducirlos a leyendas, ritos, mitos.

Al atardecer, toqué retirada. En la fuente encontré a doña Josefa, vestida de primavera. Rulos en el pelo, florida bata, zapatillas de margaritas. Camina a pasitos tan cortos, que da la impresión de ir retrocediendo. Aunque estábamos solos, en un pueblo casi deshabitado, cogió mi brazo para guiar hacia un rincón. Desconfiada miró a ambos lados, puso el dedo en los labios y entonces, sólo entonces musitó.

-Si vas a Pardamaza a rebuscar monigotes, ten cuidado… Pasa rápido de largo… En cualquier momento quiebra la cadena que sujeta el peñasco, y arrasa las casas…

 

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