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A Theo Angelopoulos

La desaparición física del cineasta griego Theo Angelopoulos bien se merece una reseña. Aunque se nos haya ido recientemente, acaso a tocar un arpa, suspendido en el aire, con el arcángel San Gabriel, siempre nos quedarán sus películas, algunas de enorme calidad estética, visual, narrativa, of course, aunque el suyo sea un cine peculiar, alejado de las convenciones y normas clásicas. Y algunos y algunas, sobre todos quienes adoran el llamado cine de acción, se sientan aletargados, es un decir, ante las puestas en escena que nos obsequia Angelopoulos, más propias de Bergman o el propio Antonioni, el cual sería en cierto sentido como su padre espiritual, o eso le parece a este menda.

 

 

 

Existe el cine de prosa y de poesía. Como bien nos anticipara Pasolini.
Pues Angelopoulos está, naturalmente, en el cine de la poesía.

 

Un cine, el de Theo, con un tempo lento, con unos planos-secuencia larguísimos, que le confieren un característico ritmo pausado, lo que nos remite a los orígenes del cine, cuya prioridad era la de captar el movimiento de las cosas y observar cómo el tiempo fluye a través de éstas. Un ritmo especial que le permite recrearse en la belleza de las imágenes, en lo que nos cuenta, cuyo afán -compartido por cineastas como Wenders o Erice, entre otros- es su necesidad vital por devolvernos la mirada inocente y primigenia de un niño o niña que mirara por vez primera la realidad. Qué hermoso. Y qué propuesta más arriesgada en este mundo tocado por el vértigo, que camina a toda mecha en busca de dios sabe qué. Como esos niños que deambulan perdidos, en medio de un paisaje descorazonador, con el único propósito de encontrar a su padre. Véase una de sus mejores cintas, Paisaje en la niebla. Marcada, por supuesto, por la poética que se desprende de la niebla y el silencio. Estamos, una vez más, ante el deseo por encontrar al progenitor ausente, de religarse con el origen, con el portador del mito. No en vano, su obra cinematográfica está concebida a partir de “espacios abiertos” y estructuras míticas, sobre las que él edifica hechos verídicos, noticias, citas y referencias varias.

Sus pelis son auténticos viajes… iniciáticos (El viaje de los comediantes, Viaje a Citerea, Paisaje en la niebla, La mirada de Ulises…), en los que sus protas buscan sueños perdidos, rotos, entre ellos figuran los exiliados huyendo de la violencia, la barbarie y la miseria, los refugiados (kurdos, turcos, albaneses…) en tierra de nadie (El paso suspendido de la cigüeña), con una constante y casi obsesiva presencia de las fronteras -jodidos muros infranqueables- las luchas étnicas y religiosas, así como las ruinas de antiguos regímenes: la escisión fratricida de los Balcanes. Un paisaje (humano) desolador. Un mundo hecho de absurdo y nada. Como El extranjero, de Camus, que fue uno de sus libros de cabecera. O como vemos en otra de sus pelis emblemáticas, bellísimas: La mirada de Ulises, que en realidad es su propia Odisea. Las similitudes entre ambas obras, aunque se manejen en lenguajes diferentes mas complementarios, saltan a la vista y hasta son reconocidas por el director griego, formado al menos durante un curso -pues luego fue expulsado- en el IDHEC de París (hoy la Femis, donde imparte clase nuestro paisano y amigo Chema Sarmiento).

Sabemos que sus años de formación en París, en un inicio en La Sorbona, después bajo la tutela de profesores de la talla de Sadoul o Mitry, y finalmente en el IDHEC fueron definitivos para que este director y guionista ateniense acabara integrando el cine como forma de vida. Y la capital francesa como la meca mundial del cine. Estamos hablando de los años 60, cuando florece la Nouvelle Vague o Nueva Ola (imprescindible para entender el cine moderno y contemporáneo, aunque ésta sea deudora del cine soviético de principios del XX, del realismo poético y el neorrealismo). 

Se nos ha muerto uno de los más grandes cineastas de las últimas décadas, que contó, sobre todo en sus últimas pelis, con fieles colaboradores como el excelente guionista Tonino Guerra o la compositora Eleni Karaindrou. Aunque nos haya dicho adiós, seguiremos contemplando con deleite sus películas: la eternidad y un día, sugerente título para quien, como poeta, reflexiona ante la inminente muerte. Y esto le procura tal extrañamiento, que hasta le impide reconocerse a sí mismo, porque acaso la vida es algo que pasa mientras uno está entretenido haciendo otra cosa.

A decir verdad, tengo pendientes tanto sus primeros como sus últimos trabajos: Eleni y The Dust of Time.

Manuel Cuenya

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