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Estambul, de Pamuk

Hace unos días me llamó Sara Ramón, que vive en Estambul, porque estuvo dando una vuelta por el Bierzo. Sara está casada con un berciano de Fabero, Carlos Cascallana, conocido entrenador de fútbol. Amable y generosa, Sara me invita a redescubrir Estambul. Muchas gracias. Algún día volveré a Estambul para conocer más y mejor sus esencias.

Estambul (Ciudad y recuerdos), de Pamuk, nos muestra una mirada que se me antoja “morriñosa”, llena de nostalgia por una ciudad que fue gran imperio, y que ahora no es ni su sombra a pesar de su belleza y encantos, porque los estambulíes parecen vivir de espaldas a esto. El Estambul que nos enseña Pamuk es como una fotografía en blanco y negro, oscuro y plomizo.

Un Estambul que no es exótico, ni mágico ni raro. Sólo amargo, intensamente melancólico, impregnado de “saudade”, como una Lisboa de fado. “La amargura de las ruinas”. No en vano la música turca y la portuguesa tienen como un punto de conexión en su sentimiento de añoranza. Así ve la ciudad de su infancia el Nobel de Literatura. Algo parecido a lo que nos cuenta Julio Llamazares en Escenas de cine mudo, cuya infancia en León, en concreto en el pueblo minero de Olleros, también se revela en blanco y negro, como en las mejores películas neorrealistas de Vittorio de Sica. Por ejemplo. “Olleros: un sitio en el que la vida transcurría solamente en blanco y negro”, escribe Julio.

La sensación de un Estambul derrotado, perdido, viejo, descolorido, pobre, en blanco y negro, aunque con aire de sueño y de cuento, que ejerció un poderoso magnetismo en los viajeros occidentales como Nerval, Gautier o Flaubert, entre otros, en busca de una ciudad exótica, oriental, que despierta fantasías sexuales. Y que hoy aparece occidentalizado. Muy europeo, sobre todo cuando uno se deja caer por al Istiklal Caddesi, con sus pasajes de estilo francés-parisino, como el Çiçek Pasaji o Cité de Pera (repleta de bares-restaurantes, y justo al lado de un pintoresco mercado de pescado), con sus cafeterías, como Madrid y Barcelona, restaurantes, puestos de kebab, cines, tiendas de libros y discos (véase la estupenda Mephısto, que encima sirve café y té) y tiendas sofisticadas… y ese viejo tranvía circulando por entre en medio del gentío.

El Bósforo como verdadero espíritu y fuerza de una ciudad sin centro ni fin, como un cuento de hadas, cuyos niños de los suburbios ni quiera han visto. Un infinito placer: observar el Bósforo, darse una vuelta en barco por este mar en movimiento.

Pamuk, en este libro de memorias, se nos muestra como un ser descreído (ateo incluso), ansioso por ser feliz, dedicándose a pintar, dormir, practicar sexo, etc., que tal vez sólo cree en una ciudad caótica, pobre, decadente, abarrotada de gente.

A Pamuk no parece entusiarmarle el Estambul turístico de Eyüp, “Tan perfecto como una ilusión”, “una fantasía oriental… una especie de Disneylandia turco-oriental-musulmana”.

Manuel Cuenya

Redacción

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