Penachada. Los Corralones. Capítulo 22

Abril de 2008. Por el camino carretero bajaba, a lo lejos, un rebaño tal que parecía un río de espuma. Demoré sentado a la vera, en la esperanza de conversar con el pastor. Son los pastores la élite cultural, doctores honoris causa de lo montés, concienzudos observadores que merced a los muchos ratos de contemplación acaban entremezclando brillantísimamente realidad y fantasía, y a mayores cuántos de ellos salen poetas o músicos. Gobernaba la marcha de las ovejas un mastín leonado, formidable, con faz de púgil. Una oreja devorada, la otra hecha jirones, cicatrices en el morro. Sus armas un collar de carlancas, un vozarrón bronco y una perfecta colección de piños. Exhibió la parafernalia de amedrentamiento por puro trámite, por llevarla en los genes, pero al poco dispuso el indulto moviendo el muñón del rabo porque, casi con toda seguridad, mi pinta distaba bastante del cuatrero para encajar como un condón en la de lunático. El rebaño desapareció tras un recodo, rebozando con polvo de oro la panorámica. Nunca compareció el pastor. En San Pedro Mallo, lo cotidiano es el misterio.

Comentario general. En los capítulos garrapateados hasta ahora, temo estar incurriendo en apología del indígena. La cuestión relativa a la prehistoria podríamos considerarla al menos desde otro ángulo, el verdadero, embarazoso de asimilar por denigrante. Ya lo decía el profeta Jeremías, entre los seres de la Creación somos los únicos que destilamos por cada poro de la piel vileza y deshonra. Los pintores de estos abrigos eran, entristece admitirlo, indignos herederos de un planeta desequilibrado. Desequilibrado por aquella estirpe que en un abandono paulatino de la caza, la recolección y el nomadeo,  tan paulatino que probablemente durase más de cien siglos hasta convertirla en sedentaria, comenzó a traicionar a quien le daba sustento. Incendió vastas extensiones de bosque, para fomentar la agricultura y la ganadería. La cosa funcionaba, aunque faltaban brazos. A la avaricia siempre le faltan brazos. Entonces imploraron al cielo, ofrendaron corazones palpitantes y pintarrajearon en los roquedos plegarias de fecundidad, en definitiva para suplicar brazos. Multiplicar los brazos propiciatorios de pródigas cosechas, de nutridos rebaños, de ventajosos saqueos. El plan salió redondo. Buenas cosechas, grandes rebaños, curiosamente sigue siendo la divisa en nuestra sociedad bursátil. Sin embargo eso no fue lo peor. El aumento de población trajo adherido el desarrollo de las llamémosles religiones. Maduraron éstas, se alambicaron, con el fin primordial de manipular a las masas en favor del cacique, y en esas siguen al milímetro (Viene a la memoria una soberbia estatua de bronce situada en una rotonda de Ponferrada. Homenajea a los caballeros del Temple. Impasible, bizarro, a lomos de corcel no menos impresionante, un guerrero de lanza y espada que en el nombre de Dios cometió los más abyectos crímenes). Buenas cosechas, grandes rebaños. Esta consigna es el origen  del declive, la degeneración del buen salvaje paleolítico morador de selvas y páramos. Pero si continúo por semejante derrotero, temo patinar en apología del aborigen primigenio y estaría mintiendo, pues ya entonces rampaban todos nuestros actuales defectos, virtudes si las hubiere, así que mejor cerrar el caso por imposible. Sea como fuere, gracias a la perspectiva de los milenios transcurridos una premisa es incuestionable: los manuscritos que los brujos imprimieron en roca, encierran en su decadente mensaje el destino de la humanidad.

Me acequé hasta los Corralones, por el mero hecho de sentir. Hay magnetismo aquí. Momentos antes de marchar, volé la bramadera. La acústica multiplicó los registros graves, lastimeros, en un guirigay que ponía los pelos de punta.

Octubre de 2008. Vine decidido a pulir acuarelas, con un par. Desgraciadamente sobre el terreno cundió el canguelo. Del ojo severo de la Cuevona, culebreó un aire que me heló el espinazo y el brío. Los yacimientos de la Pechada interponen demasiados obstáculos a la iniciativa creadora, son reacios a dejarse querer, abominan del pecador que rompe su quietud. Desposeído de ilusión, temeroso de subir a ellos, deserté. Doy por zanjado el estudio. En la distancia, les eché un último vistazo, resentido. No importa lo que diga la canción, jamás volveré. Jamás de los jamases, aunque la canción diga que uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida.

 

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Mario

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