Cañón de Entrepeñas. Los Arquinos. Capítulo 10

Inmediatamente después de hallar para la ciencia en 1990 las pinturas rupestres del Furacón, o si lo prefieren denunciarlas a la autoridad competente, la calentura descubridora me arrastró a seguir escudriñando. Podría escribirse un tratado a propósito de esta fiebre, que sorbe el entendimiento del enfermo y es hermana de la del oro, las tragaperras o los putiferios. No obstante concedámosle una pizca de benevolencia a este tipo de enfermos, de ordinario pringados como ya hemos apuntado otras veces, pues tal dolencia surge de un ardiente interés por la temática que los abduce. El pringado amateur, también llamado matao, si ostenta algún mérito es el de realizar gratis et amore el trabajo duro que jamás de los jamases emprenderían los profesionales ni por toda la fama del Olimpo.

El profesional está a cuestiones prácticas, sentar cátedra o cuando menos acomodarse a poltrona. Por lo general suelen tener máster en ningunear, hacer el vacío al pringado, para después fagotizarlo y sustanciar los hallazgos, engordar a su costa cual sanguijuela en congresos del ramo. Sin ir más lejos, en el provinciano León lo corroboramos a diario hasta el sonrojo. Nunca el mundillo académico consentirá  advenedizos al circo Universitas, sería rebajarse a encumbrar las ocurrencias del aficionado en detrimento del catedrático. En la médula del matao anida, menos mal, un absoluto desdén a las medallas, de ahí que los motivos de su afán sean a menudo incomprensibles, y más incomprensible aún perseverar en tales quimeras. Le propongo al lector, como ejemplo, una apuesta. Los abrigos con pintura Esquemática del cañón de Entrepeñas descritos en estos capítulos, excepto el Furacón, están sin denunciar. Apuesto una olla de callos en Valdeprado a que aparece un licenciado agenciándose los descubrimientos como por casualidad, en maquinando presta y cómoda carrera hacia el sillón. Cosas veredes.

 Lo dicho, picado de fiebres recalé ese mismo año en el abrigo del Sol. Es probable que nadie antes, en un intervalo de centurias, hubiera estado allí. Recuerdo la euforia al ojear algo parecido a un sol pintado en la pared, de ahí el rápido alias porque a mayores el pringado es ligero en bautizos, pero al indagar sobre el tema reconocí mi pobre originalidad y lo rechacé. El nativo ya nombraba ese fastuoso escenario natural de forma modélica: Los Arquinos. El topónimo hace honor a una obra maestra de la geodinámica, estratos paleozoicos plegados en arco, un anticlinal.

Franjas impías, casi inaccesibles para quien carezca de alas. Paraíso del halcón peregrino, del cuervo, del  treparriscos. La oquedad yace donde Los Arquinos coinciden con El Briñalón. Si para acceder al primero necesitamos alas, al segundo no entra ni el lobo. Las jaurías no tienen cojones para subir a los dulces verdes del  Briñalón, por eso los pastores lo aprovecharon como hospital de cabras (cavilo ahora sería también excelente reformatorio para una casta similar, de análoga pezuña trepadora, berrinches igual de huecos, idéntico pelaje y cuajo). Liberaban reses desahuciadas, podríamos imaginar que movidos por la poesía de concederles un tránsito pacífico, antes bien muy al contrario. En lar tan cobdiciadero sanaban el andancio, el paralís, volvían lozanas al redil favorecidas por el sosiego y ciertas  hierbas mágicas.

   
    
La grieta de los Arquinos es huraña, pilla de paso hacia ningún sitio, hendida en mitad de una muralla. Acurrucada en el norte, rezuma penumbra, da una falsa sensación de frialdad. En la atmósfera interior bulle dinamismo. Sobresale del techo y lo recorre en toda su longitud, un colosal falo petrificado, capricho de la geología para el científico de hoy, pero que en la noche de los tiempos relacionarían con la fecundidad de algún antepasado de la diosa Terra Mater. Sobre el falo, las huellas longitudinales de unos dedos empapados en almagre. Si aquellos individuos diferenciaron cada abrigo para según qué ceremonias, éste sería reservado a las vinculadas con la fertilidad. Trazos estilizados, decididos, hechos con inteligencia, fuerza de carácter.

Quedé perplejo ante un símbolo, amo de los demás, turbador. Los brazos extendidos, adrede terminados en punta, las piernas juntas y flexionadas, sobre la cabeza una virgulilla o espina (en los jeroglíficos más antiguos esto significa abundancia). Analizándolo, sostuve una lucha interna, de sentimientos opuestos. Aunque distinguía en él una profecía resistí a formularla, por respeto, por miedo a ofender, a que el rayo fulminara la blasfemia. Reminiscencias de un católico descreído, supongo. El símbolo predice la pasión gozosa de un rey coronado, de un dios más terrenal que divino, la de Jesucristo-hombre crucificado con una portentosa erección.

 

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Mario

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