Quienes sigan estas crónicas antárticas, sabrán ya hasta qué punto el aislamiento en condiciones extremas que supone vivir en la Antártida provoca una sacudida emocional, un despertar de los cinco sentidos y las tres potencias. La Antártida abre las puertas de la percepción más que ningún otro viaje que haya realizado hasta ahora, nos obliga a reconsiderar nuestra vida cotidiana, nos hace sentir los afectos y desafectos, valorar la importancia de una buena palabra, una sonrisa, un abrazo a tiempo. “No quiero más desencuentros en mi vida -me ha confesado Susana Fernández, paseando por el Cerro de la Cruz-, a partir de ahora solo quiero encuentros”.

Así vivimos, con los encuentros a flor de piel, los treinta expedicionarios establecidos en la Base española Gabriel de Castilla, en Isla Decepción, el volcán más activo de la Antártida. Ayer vi zarpar al buque Sarmiento de Gamboa, mi casa durante dos meses, y os aseguro que, al verlo alejarse por el desfiladero de los Fuelles de Neptuno, se me hizo un nudo en la garganta. Si todo el continente austral abre los poros, la emoción se dispara en esta ladera del volcán, sabiendo que bajo nuestros pies fluye un océano de magma, que puede alcanzar los 1500º de temperatura. El corazón del volcán te pone directamente en la diana emocional: “Estoy en casa -decía el poeta Antonio Pereira al entrar en El Bierzo-, para morir o para lo que haga falta”.

Antártida. Isla Decepción, un lugar donde no tiene sentido la palabra miedo: sí prevención y prudencia. Respeto a la fuerza de la Naturaleza, al imprevisible Mar, al Viento insensato; todo el respeto. Pero el miedo es una herramienta inútil y, en caso de evacuación, pesa mucho en la mochila. No soy más valiente que los demás y desconozco cuál podría ser mi reacción, y la de cada uno de nosotros, si de pronto, con el terrible aviso de un rugir cósmico, el volcán entrase en erupción. Cosa que bien podría ocurrir… como en el verano de 1967. Ricardo Gil, testigo de la violenta erupción que lanzó lava y cenizas a dos kilómetros de distancia, recuerda la evacuación angustiosa de los 14 argentinos atrapados por el volcán.

Deception Island, mal traducido como «decepción», es la «Isla del Engaño»; así la bautizó el capitán inglés McFarlane en 1820. Uno de los lugares más concurridos de la Antártida, descubierto por Gabriel de Castilla en 1603: buscadores de los tesoros del pirata Drake, cazadores de focas y ballenas, una factoría noruega con más de 300 trabajadores permanentes de 1912 a 1931, exploradores y científicos; y ahora también, turistas en cruceros de lujo. De vez en cuando, un velero solitario. Una isla acogedora, tranquila. La amplia Bahía Foster invita a los navegantes, las fumarolas y las fisuras del cráter llaman a los vulcanólogos, el continuo tremer del subsuelo atrae a los sismólogos.

Esta Isla del Engaño bien podría haber salido de algún relato de Jules Verne: es a la vez Isla misteriosa, Faro del Fin del Mundo (que Verne situó muy cerca, en la Isla de los Estados, frente al Canal Beagle) Viaje al centro de la tierra o El volcán de oro.

Entre paseo y paseo por la playa de piroclasto (ceniza volcánica), leo a Verne de la mano del geógrafo Eduardo Martínez de Pisón, que durante años investigó en la Antártida. Su libro La tierra de Jules Verne, ameno y divertido, es una formidable invitación al viaje literario, en este caso por el antro: la caverna del cráter, donde fluyen ríos de oro. Así lo creía, cuenta Pisón, fray Blas del Castillo que en 1538 se descolgó con una maroma por el embudo cratérico del volcán Masaya para comprobar si la lava era de oro o de plata. “¡Un volcán cuya próxima erupción lanzará pepitas de oro!”, exclama un personaje de Verne.

Según todos los indicios, por ahora el volcán Decepción solo arroja piroclasto, cenizas, lava, gases. Pero si el profesor Lindebrock fue capaz de entrar por un cráter, horadar con un barreno un pasadizo, atravesar el centro de la tierra, y salir vivo por la boca del Estromboli, ante un campo mediterráneo de olivos, higueras y vides, no descartemos que nuestra misión científica también lo consiga.

Al viaje imaginario, propio de Verne, Lovecraft, Cunqueiro, los sismólogos y vulcanólogos que trabajan en la misma mesa donde escribo estas líneas construyen con sus datos y registros el viaje científico, el descubrimiento de los secretos del antro. Y comparten desde Decepción con toda la comunidad científica internacional el verdadero tesoro de la Isla del Engaño: su complejidad apasionante. Glaciares rojos, verdes y negros, fumarolas, Caleta Péndula, Bahía Balleneros, Cerro Caliente, Valle Ciego, Cráter Zapatilla, Collado de las Obsidianas, Costa Recta, Lago Escondido… nombres reales que parecen sacados de las novelas de Verne. Nombres reales para un paisaje irreal y fantasmagórico, donde no es preciso inventar nada: en la Antártida el volcán supera a la ficción. Se lo cuento a ustedes desde el mirador de las Obsidianas, al regreso de nuestro diario trabajo en la pingüinera, tras un baño en las fumarolas. Deben creerme: ayer era isla, hoy soy volcán.

ValentínCarrera, Isla Decepción (Argentina)

Referencias:

Fotos: José Benito Martín Martínez
“La Isla del engaño”, texto de Leandro Fernández, revista Gaceta Marinera, nº 755, Buenos Aires, 2012.
Martínez de Pisón, E., La tierra de Jules Verne, Ed. Fórcola, Madrid, 2014.

Mario

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