Mil novecientos setenta. Sada, puerto marinero, cercano a La Coruña en donde, cada verano, Franco embarcaba en el yate “Azor” para dedicarse a la pesca.
Quien escribe estas crónicas gastronómicas -es decir yo- por aquel entonces, era un periodista frustrado, aunque veranease en Sada.
Había ganado dos certámenes literarios, pero no había publicado en PROA ni en AQUIANA. (PROA era un coto cerrado para noveles -yo ejercía como corresponsal en Villafranca y colaboraba con un pequeño espacio semanal en las noticias de la provincia).
Pero, a lo que iba y a lo que iba, era contar lo que me ocurrió hace más de cuarenta años en Sada, en un verano canicular.
Aguardaba, a la puerta de la casa para acercarme a la playa, cuando se acercó un marinero, impolutamente vestido de blanco.
-¿Don Antonio González..? -preguntó.
-Soy yo… –respondí-
El marinero entrechocó los talones; se cuadró militarmente y me saludó correctamente, llevándose la palma de la mano a la sien.
-A sus órdenes -dijo-
Y añadió mientras me entregaba un envoltorio:
-Esto, de parte de Su Excelencia…
-¿Qué…? -dije, sorprendido- .
-Esto, de parte de Su Excelencia -repitió-
-¿De parte de quién…? -insistí- .
-De Su Excelencia, el Generalísimo
Lo miré alucinado.
-Pero ¿qué puede mandarme a mí, Su Excelencia el Generalísimo…?.
-Una lubina -explicó el marinero
-¿Una lubina…?
-Sí -hizo una pausa- ¿No es usted don Antonio González…?.
-Por supuesto. Soy Antonio González.
-Pues, este paquete es para usted, con los saludos de Su Excelencia y los de doña Carmen. Dicen que ya se verán por la tarde.
-Pero…
Al ver mi pasmo el marinero volvió a preguntarme:
-¿No es usted don Antonio González, el comandante del “Azor”..?.
-Nooooo… Yo soy Antonio González, -por aquel entonces aún no había comenzado a usar el nombre de Esteban- pero no soy el comandante del “Azor”.
El marinero me quitó de las manos el envoltorio. Unas gruesas gotas de sudor corrían por su rostro deslizándose hasta el cuello. Acudí en su ayuda.
-Creo que a quien buscas -lo tuteé- es a don Antonio González Trigo -y señalé una puerta a mis espaldas-.
No sé qué ocurrió después, tras la puerta. Lo que sí sé -o me lo imagino- es que Su Excelencia el Generalísimo perdió la oportunidad de degustar lubina a la leonesa y el marinero fue salvado de un largo arresto.
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