-Desengáñate, -me dijo un día, en Leboriz, villorrio cercano a Lugo, mi amigo Venancio López- desengáñate… No hay carne más suculenta que la carne de liebre. Ya dijo Alejandro Dumas, -Venancio es una persona culta que guarda en su casa solar de Sarria algún cuadro de valor incalculable- que las liebres españolas se mueren de viejas viendo como los hombres comen los conejos y aunque estos simpáticos roedores, cuya efigie aparece ya en las primitivas monedas ibéricas suelen ser bastante apetitosos, hay que poner cada cosa en su lugar. Aquí, en Leboriz, lo sabemos muy bien, no en balde los romanos bautizaron a este lugar el nombre de Leboriz que procede del latín Lepus-leporis, liebre.
-Don Ignacio a quien conocí ya muy anciano en Barcelona había nacido en mil ochocientos setenta y cuatro y, muerto -explicaba Venancio- ochenta y dos años después. Dejó escritos quince libros sobre gastronomía y cientos de artículos que, sin lugar a dudas lo convierten en uno de los escritores más célebres de España. En uno de sus libros habla de las liebres y explica que, recién muertas hay que colgarlas al aire para que pierdan el pelo y el olor a montaraz. Después, se descuelgan y se lavan con vino tinto teniendo cuidado de que no pierdan la sangre. Se trocean y se rehogan en abundante manteca de cerdo junto con tocino, media cebolla, dos ajos, tomillo y laurel y cuando comienza a tomar color se le añade una cucharada de harina, vino tinto y agua, junto con la sangre, sal y pimienta blanca, dejando que siga la cocción. A medio hacer se retira el hígado de la cacerola y se machaca en un almirez con ajos, perejil y pan frito. Esta masa se alarga con agua y se vierta en la cacerola. Se pueden añadir setas y guisantes y media hora antes de terminar la cocción se le añaden fideos gordos en cantidad proporcionada a la cantidad de carne y, en algunos lugares, se le incorpora un vasito de coñac o de aguardiente”.
Venancio hizo una pausa mientras encendía el enésimo cigarrillo y, continuó perorando.
-Dice el señor Domènech que en la Cerdaña, a la liebre, después de muerta, hay que colgarla sobre un montón de estiércol durante ocho días. Luego, se despelleja y se rehoga en manteca; se riega con vino tinto y se le añade todo tipo de hierbas aromáticas y sal y pimienta blanca. Terminada la cocción quedará una salsa exquisita”.
-Puedo asegurarte -concluyó- que los señores abades de la zona, mientras se santiguaban, después de haberlas catado, decían: “Que Dios me perdone pero una liebre en su salsa, sabe como Dios”.
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