Once años son pocos para una vida. Son escasos para disfrutar de una familia, de unos abuelos, de unos padres, de una hermana. No son nada para homenajear a la singularidad humana, a la entereza de los sentimientos o a la integridad de los valores. Son cortos para decir te quiero o susurrar te necesito. Fugaces para jugar, sutiles para el recuerdo y angostos para el futuro. Once años son para sentirlos como un niño. Para vibrar cada mañana con la luz del porvenir. Para acompañarte de amigos, dibujar las alegrías y sonreír. Sobre todo, sonreír.
Once años son muchos para que te oculten el arco iris, para que te obliguen, para que te sienten, para que te sometan. Son demasiados para explorar la intransigencia, la deslealtad, la miseria del irrespetuoso. Son excesivos para el engaño, para la mofa, para la cobardía de unos cuantos. Son lentos para los minutos, pausados para las horas e interminables para la jornada. Once años no son para un comportamiento adulto en cuerpo de niño. Ni para deshacer el nudo que te une a los tuyos. Ni para que Lucho -tu peluche preferido- sea el único que te despida.
Once años tenía Diego –presunta víctima de acoso escolar- cuando apoyó su sombra de vida sobre el suelo. Confesó no haber otra forma de no ir al colegio.
Once años, te llames como te llames, son pocos, muy pocos, para decirte lo siento.
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