Lisboa inspira cariño. Hay ciudades que atraen como imanes, con ese poder hipnótico que sólo tienen los lugares con duende. Y Lisboa es uno de esos lugares. Son tantas las veces que uno ha visitado la capital portuguesa que volver a ella, una vez más, es como adentrarse en un mundo familiar y entrañable, tal vez el mundo de los sueños de infancia, y la infancia, según el poeta Rilke, es la única patria verdadera. Por tanto, es Lisboa patria y matria añoradas al mismo tiempo. Cuando uno va a Lisboa, siempre tiene la impresión de que viajara a Latinoamérica. No en vano es esta la ciudad occidental más grande y extrema de Europa, el punto de embarque hacia esa tierra no menos familiar que es América.
Lisboa, cuyos aromas ultramarinos y cafeteros despiertan en el viajero la ternura y a la vez la morriña, es también una ciudad impregnada de melancolía, como melancólicos son los lisboetas, que siempre están llorando por una época pasada, llorando de “saudade”, con ese lloro propio del fado. Como nostálgicos son por lo demás los bercianos, seres ilusionados en un estado permanente de tristeza, entre ellos uno mismo, cuyo carácter tiene mucho de galaico-portugués.
En Lisboa, tampoco hay una constancia en el turismo –añade Patricia- debido a que los hosteleros se aprovechan de los turistas. En tiempos esta ciudad ofrecía a los turistas buenos servicios a precios razonables. Ahora ha cambiado mucho. Y uno lo siente en sus carnes. Ahora Lisboa es igual que muchas otras ciudades europeas, incluso resulta peor, señala Patricia, porque ya no ofrece por lo general buen servicio y los precios son tan elevados como en otros sitios de Europa. Como siempre depende del lugar al que se vaya a parar. Uno tiene por costumbre alojarse en una Casa de Huéspedes, ubicada en la Travessa Nova de Sao Domingos, en la Praça da Figueira, que es un sitio céntrico y acogedor, donde el trato es bueno. La recepcionista, Nilda Severo, es una mujer encantadora, que tiene un fino sentido del humor. En realidad, Nilda es brasileña.
En cualquier caso, uno sigue atraído por esta ciudad blanca, que le invita a penetrar en un mundo de fantasía, y sigue sobrecogido cuando se adentra en las callejuelas estrechas, sombrías, empinadas, resbaladizas y tortuosas de los barrios árabes de Alfama y la Mouraria. En estos barrios uno se siente dulcemente perdido en el tiempo y en el espacio. El barrio de Alfama, a pesar de todo, conserva aún ese delicioso aspecto de caos, en medio de tanto patrimonio histórico, y aun ese aire de pueblo cercano y familiar, en el que las vecinas se hablan a través de las ventanas, mientras tienden la ropa a secar en las fachadas de las casas, esas casas descascarilladas, que dan al paisaje urbano un colorido y exotismo tan mediterráneos y a la vez tan caribeños. Por momentos se tiene la grata impresión de estar La Habana, y a veces uno siente que estuviera en Nápoles.
Hay un mercado, A Feria da Ladra, que tiene mucho de rastro madrileño, o de gran bazar islámico. Al lado está el Panteón Nacional, donde está enterrada Amália Rodrigues, la reina del fado. A uno le gustan los templos como lugares de reposo.
Lisboa, como cualquier ciudad con misterio, nunca se agota. Y por más veces que uno se adentre en ella, nunca acabará por descubrirla del todo, ahí está su magia y sus encantos. En las diversas visitas a la capital portuguesa, uno no suele seguir un itinerario marcado ni preprogramado por ninguna agencia de viaje ni siquiera por una guía de viaje, aunque acostumbre a llevar consigo un mapa, algún libro sobre la ciudad, tenga siempre presentes algunas referencias literarias, musicales y cinematográficas, y esté abierto a las sugerencias e informaciones que puedan proporcionarle los oriundos, máxime si estos tienen genio, como la inolvidable Patricia Sousa.
A toro pasado uno se entera de que la Avenida Almirante Reis no es peligrosa en sí misma, sino que a una determinada altura de esta avenida, en los aledaños, hay una zona en el que impera la ley del hampa, donde tienen cabida y cobijo chulos, putas, yonkis y ladronzuelos.
Sin embargo, uno descubre que, aunque haya personas paseando a lo largo de la avenida, no se detendrán para socorrer al agredido. Se impone el silencio. Es el precio que cualquier individuo suele pagar en las metrópolis. Y en esto también Lisboa se parece a otras grandes ciudades.
“Viaje según su proyecto propio -recomienda Saramago en Viaje a Portugal-, dé mínimos oídos a la facilidad de los itinerarios cómodos y de rastro pisado, acepte equivocarse en la carretera y volver a atrás, o, al contrario, persevere hasta inventar salidas desacostumbradas al mundo. No tendrá mejor viaje. Y, si se lo pide la sensibilidad, registre a su vez lo que vio y sintió, lo que dijo u oyó decir”.
Hay que aprender a viajar, aunque sea hacia el desequilibrio y en un vagón de segunda, porque en el viaje está el deleite y la emoción del mundo.
En los paseos por la Baixa uno tiene por costumbre tomar un café en Martinho da Arcada, cafetería con solera, a la que tanto gustaba ir a Fernando Pessoa. Lástima que en los últimos tiempos este sea un bar al que van demasiados turistas vestidos como espantapájaros y luciendo bananera en la cintura, lo cual invita a los raterillos a darles el tirón. En la comisaría, que está ubicada en Restauradores, mientras uno denuncia la agresión sufrida en la Avenida Almirante Reis y espera que una guapa y sonriente policía le devuelva sus cosas, entran algunos españoles y alemanes que también han sido atracados, aunque ellos por fortuna no hayan sufrido agresión. Al final, uno acepta con resignación que no es el único, que acaso también él es un pobrecito turista, al que atracan por salirse de los caminos trillados y habituales, incluso al que le dan el palo sin haberse salido de la raya, un turista envuelto en los harapos despóticos de la globalización. La puta globalización.
A la entrada del Martinho da Arcada, en la Praça do Comerço, suele estar un “engraxador de sapatos” o limpiabotas, un hombre agradable y parlanchín, que atrae la intención del viajero. “Soy José María de Oliveira y llevo 43 años en este oficio”, se presenta, mientras enseña su carné profesional. El señor Oliveira resulta ser una persona entrañable. En el fondo, a uno le entusiasman esos seres capaces de ganarse la vida de tal forma, y con esa dignidad, a la vez que resulta fascinante que sigan existiendo estos oficios. La debilidad de uno por la figura literaria de Pessoa le lleva, inevitablemente, al Café A Brasileira, en el Chiado, rua Garrett. A la entrada de este café luce espléndida la estatua del genial poeta portugués. Un lugar igualmente invadido por los nuevos bárbaros del turismo. Sin embargo, nadie puede faltar a la cita.
En el puerto de Cais do Sodré se puede tomar un barco para viajar a la otra orilla de Lisboa, de donde es originaria Patricia Sousa, nuestra guía espiritual. Patricia trabaja en la Oficina principal de Turismo de Lisboa, en Restauradores.
En la otra orilla de la ciudad está el Cristo Rei, que es como una réplica del Cristo que hay en Río de Janeiro. Uno, entusiasmado con las alturas, decide subir hasta el último piso del Cristo. La subida no requiere de esfuerzos puesto que hay un ascensor. En todo caso, uno hubiera estado dispuesto a subir hasta el último piso si ello hubiera sido necesario. Las panorámicas desde el Cristo Rey son extraordinarias.
Lisboa, además de ser una ciudad mirador, cidade miradouro, tiene aroma a café y olor a ciudad portuaria. C’est l’odeur des nuits fauves. Como el final de la novela de Cyril Collard. Es el aroma de las noches salvajes… las noches del fado.
“Al fin, la mejor manera de viajar es sentir/ sentirlo todo de todas las maneras/ sentirlo todo excesivamente, / porque todas las cosas son, en verdad, excesivas / y toda la realidad es un exceso, una violencia, / una alucinación extraordinariamente nítida” (Fernando Pessoa).
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