La anciana doña Asunción camina encorvada, arrastrando los pies dentro de sus zapatillas negras, gastadas, de fieltro. Se desplaza por el corredor acristalado de su casa, desprendiendo un penetrante olor a naftalina; ella asegura que huele a alquitrán blanco, que de eso dice que son las bolitas que esconde entre la ropa de cama que guarda en el armario de su habitación, y en los bolsillos de su único abrigo, que cuelga dentro de aquel viejo mueble ropero, y entre la ropa interior que tiene ordenada en uno de los cajones de la cómoda de la alcoba. A doña Asunción siempre la sigue en sus paseos Mugre, el gato pardo que le hace compañía a todas horas desde que se lo aceptó a regañadientes, como regalo, a su difunto Melchor, pese a que a ella nunca le agradó la idea de tener animales en casa, de ahí el nombre que le endosó al minino. Doña Asunción, a veces, como ahora, detiene su cansino andar en medio de la galería y se queda inmóvil, como ausente, pero escucha con avidez. A pesar de que su vista hace tiempo que se le veló, su oído sigue manteniendo intacta su agudeza. ¡Vaya! Es el ladrido desaforado tras la puerta del repugnante perro de la vecina de al lado. El can ladra a estas horas, como siempre, la llegada del cartero repartiendo la correspondencia. ¡Chucho ruin! ¡Va! No merece la pena dedicar un solo pensamiento a aquel sabueso escandaloso. Claro que la culpa no es de él. Solo a Herminia se le ocurre tener tamaño animalón en una casa raquítica como la suya. ¡Condenado animal!
Los rayos de sol atraviesan asépticos los ventanales impolutos de la galería en esta primera mañana del invierno. El enjuto cuerpecillo de doña Asunción se atempera al microclima que se ha creado en el corredor. Se le tonifica el ánimo al contacto con los rayos que le agasajan con tan reconfortante calor, pero apenas puede esbozar una sonrisa, porque un estremecimiento traidor le recorre de abajo arriba la espina dorsal. No se trata de un acto reflejo de su gastado cuerpo al entrar en contacto con el calor repentino del sol. Fue un pensamiento, un inoportuno pensamiento lo que se le alumbra repentinamente en el sentido a doña Asunción, y que igual que un latigazo le sacude enteramente su ser, de los pies a la cabeza. Se llenó de pánico por un instante, y alarga una mano temblorosa que vaga por el aire a la búsqueda del escaño pegado a la pared. El ansia toda se le ha agolpado en el pecho y cree que no va a poder seguir respirando. El tacto de la madera del reposabrazos llega a ella como balsa salvadora. Doña Asunción se deja caer sentada en el banco de castaño. Mugre también se sienta y la observa desde el suelo. Maúlla. Un maudillo lastimero, apenas audible, síntoma de que ha captado el estado de ánimo de la anciana.
-Todo está bien, gato del demonio –musita doña Asunción, que pese a tener los ojos cerrados, barrunta las maneras del gato.
Mugre parece comprender las palabras de su ama y se lame una pata, ya despreocupado.
¡Ah, viejo gato, viejo Mugre!… Tú sabes, como ella, que se muere. Que se está yendo para siempre. ¿Cómo no vas a saberlo? Tú, que eres su sombra noche y día, que sabes mejor que nadie de sus temores, de sus angustias, de su cansancio por vivir, por haber vivido tan intensamente como lo ha hecho. Esta mujer que tanto te quiere y que nunca fue capaz de manifestártelo, como nunca jamás se quejó por nada, se está apagando. ¿Cómo no vas a saber tú que se muere, Mugre? Mírala. Respira trabajosamente, ¿y qué? ¿A quién le importa que doña Asunción tenga ya un pie en el cementerio? ¿A quién, Mugre? Dímelo tú, gato. Tú que la conoces, que sabes de su vida como nadie, que eres consciente de su dolorosa soledad.
La anciana doña Asunción se quita la toquilla gris que le cubría los hombros y acierta a bajarse una de las medias negras que siempre lleva atada con una goma, por encima de las rodillas. Es la media de la pierna por poco impedida del todo, por culpa de la artrosis. Todo le estorba en este instante, todo le oprime, todo la incomoda.
¡Ah!, Mugre… Que en este cuerpecillo de mujer, que semeja tan poca cosa, haya tanta vida acumulada. Una extensa novela que llegada a su último capítulo está a punto de escribir el final. La vida que se esfuma, como una nube de verano en el infinito azul del cielo. Qué contradictoria naturaleza la del ser humano, Mugre, que nace con una tarea impuesta, la de vivir, con un deber marcado en sus genes, el de perpetuarse, y una obligación irrenunciable, la de morirse; pero, qué vas a saber tú de eso, gato pardo. Tú sabes del miedo, de la desazón, de la extenuación de tu dueña por haber vivido tan apresuradamente. Tú sabes, Mugre, de la quemazón que le arde en las entrañas a doña Asunción. Sabes que, como ser humano, como mujer, no ha cumplido con el precepto de la perpetuación. ¡Cómo le escuece eso en el alma, Mugre! Mírala. Cómo la está consumiendo en sus postreras horas, minutos, segundos… ahora más que nunca.
No se queja, doña Asunción. Nunca lo hizo y ahora tampoco. Ahí, sentada, con su cuerpecillo recostado sobre el respaldo del escaño, con la cabeza tirada hacia atrás, apoyada en la pared, la mirada perdida en el espacio entre ella y el techo, en la nada, porque nada ve, y los brazos inertes sobre su regazo, simplemente se está dejando morir.
¿Qué extraño mecanismo es ese que produce semejante sensación de bienestar en el instante mismo de la anunciación de la muerte? La misma que ahora experimenta doña Asunción, al asomarse al quicio de la morada de la que nunca ha de regresar. Se le entrometen a la anciana raudos pensamientos dulces en la cabeza casi ida. Y se ha hecho el silencio de pronto. El silencio más absoluto y sobrecogedor se apodera de la galería que hace un instante bañaba el sol, y Mugre se ha dormido, y no se oye nada ni tan siquiera su ronroneo. Solo silencio. Y ahora oscuridad…
-¿No te has dormido?
Ella se estremece, vuelve su cara hacia él y responde:
-Estoy orando.
-¿Te hace falta algo?
-Nada, José.
-Trata de dormir un poco. Al menos de descansar.
-Lo haré. Pero orar no me cansa.
-Buenas noches, Asunción.
-Buenas noches, José.
Asunción vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer por el sueño, se pone de rodillas cerca del banco de castaño y reza. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego que encendió cuando llegaron, y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del ronroneo que produce Mugre, otra cosa no se oye. Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a Asunción. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que reza.
Asunción levanta su mirada como si de lo alto alguien la llamase, y se pone de rodillas. Su cuerpo parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa estás viendo, Asunción? ¿Qué estás oyendo? ¿Qué es eso que experimentas, mujer? Sólo ella puede decir lo que ve, sólo ella lo que siente y experimenta en esta hora dichosa de su alumbramiento. A su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, parece como si de ella misma procediese. Su ropa oscura, ahora parece estar teñida de un suave color de cobalto, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido, puesto al fuego. La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de Asunción; absorbe la de la luna, parece como que ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la mujer… y de ella emerge la madre.
Ahora Asunción está con su hijo recién nacido entre los brazos. Un pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manos como capullo de rosa movido por el aire; que llora con una vocecita trémula, como la de un cordero que acaba de nacer, mueve su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un solo cabello, una cabecita redonda que la madre sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su hijo, y lo adora, ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazón pequeño, allí donde un día recibirá la lanzada de Longinos.
-Mira, José, ven.
Asunción insiste:
-Ven, José.
Asunción se sostiene sentada con la mano izquierda sobre el escaño, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al pequeñín. José la mira temeroso, entre el deseo de acercarse y el temor a poder ser irreverente.
-¿Tendrá frío? -pregunta José azorado.
Asunción sonríe y no responde.
-Toma mi capa. Es áspera, aunque caliente –concluyó José.
-Lo taparé con mi toquilla. Es más delicada.
Y Asunción envuelve a su hijo con toda la sutileza del mundo. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, y los dos, inclinados sobre el niño lo ven dormir su primer sueño, porque el tacto de la toquilla y el calor de Asunción han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce niño Jesús.
-Descansa, Asunción.
-Adiós, José.
El día de Reyes encontraron los restos carbonizados de Asunción Martínez Villergas, en el escaño de la galería de su casa, en posición sentada. A todos llamó poderosamente la atención el hecho de que, a pesar de que el cuerpo de la señora estuviese totalmente calcinado, el banco de madera donde se encontró el cadáver estaba intacto, sin señal alguna de haber prendido fuego sobre él, y en iguales condiciones estaban el suelo y la pared. Sorprendente era, igualmente, que la mujer mantuviera abrazado contra su pecho los restos de lo que parecía ser un gato.
-¿Tú qué crees que ha ocurrido aquí? –preguntó el subinspector al comisario.
-Casi mejor no saberlo.
© Nicanor García Ordiz, Navidad 2013
Ilustración: Luis Miguel Rodríguez Blanco