Repercusiones de una crisis fomentada por la especulación de los mercados y la poca transparencia de los poderes

Victor Corcoba

Andamos pendientes de la economía mundial. No vemos más que por los ojos de una cultura embriagada por la riqueza. Los seres humanos, de esta generación, tenemos un fuerte trastorno ético que desmoraliza la convivencia y cualquier avance humano que pretendamos hacer. De nada sirve trazar programas de trabajo y convocar reuniones al más alto nivel, cuando el escenario de nuestra vida económica, no entiende de solidaridad. Sí los países se desmoronan de sus valores, entregándose a un comportamiento irresponsable, el retroceso va a ser muy difícil pararlo. Las causas de la crisis son varias y poco hacemos por salir de ese entramado absurdo, que crea desigualdades notables entre los países y los pueblos.

La especulación ha sido nuestro cultivo y seguimos cultivándola. Se han asumido riesgos excesivos y, también, proseguimos con ese guión novelado por los pudientes. En cambio, nada nos dice la historia, sabemos que en tiempos de prosperidad moral, todo fueron avances y puesta en común de espíritu de servicio, de honestidad y laboriosidad, de amor al trabajo bien realizado, y, por contra, de lo que menos se solía hablar era de la cuestión financiera. Por consiguiente, hemos injertado un mal diagnóstico ante este trance. A mi juicio, no se trata de incrementar los recursos, sino de repartir mejor lo que ya tenemos.

La insolidaridad pone de manifiesto el avance de los especuladores y la fragilidad de una economía mundial, que se recrudece sobre todo en el continente europeo, epicentro de la crisis y foco de un nuevo flagelo, que se cierne sobre los más pobres, con un aumento del desempleo frente a unos dirigentes mediocres, muchos de ellos inmersos en temas de corrupción, de apropiación indebida y derroches, a los que lo único que les afana es el bien de los suyos y seguir sembrando mentiras para aborregar las mentes. La transparencia está lejos de ser la adecuada. Los desequilibrios fiscales ocultos son un claro ejemplo de esa falta de claridad monetaria. Si queremos poner orden, y más en las cuentas públicas, hay que establecer serios y responsables controles, que han de surgir del equilibrio de poderes. Desde luego, hacen falta intervenciones decididas contra este tipo de actitudes de tráfico monetario muy poco éticas.

En momentos de dificultades como el actual, se agravará aún más la situación si los dirigentes pierden el sentido del deber ético en el ejercicio del poder político. Precisamente, con esta crisis, Europa se ha desintegrado mucho más de lo que estaba. En cualquier caso, debemos ser conscientes de que la cultura de la culpa tampoco nos lleva a ningún sitio. Sin embargo, la cultura de la unión y de la unidad, es el mejor rescate para seguir avanzando en otras maneras y modos de vivir. No es cuestión, por tanto, de que funcione o no, la política del crédito. Se trata de activar una política europeísta del bien común, o mejor aún, la política mundial del bien de todos. Debemos, en consecuencia, cerrar brechas de desigualdad, de acumulación de poderes enormes en manos de unos pocos, con dudoso compromiso democrático; y, en todo caso, abrir los brazos de la comprensión hacia esas gentes a las que se les niega todo.

Nos consta que, a nivel de la Eurozona, hay una necesidad de asegurar la financiación bancaria y reducir los contagios. Evidentemente esto requiere una hoja de ruta hacia una unión bancaria y fiscal, que no siempre se da en transparencia.  Pero el asunto, a mi juicio, no es tanto esta disposición de préstamos, que lo único que hacen es endeudarnos más, como una utilización justa del dinero público, con la que a veces se hace política partidista en lugar de servicio al bien común. No olvidemos que, entre las principales causas que originaron esta crisis, están los altos precios de las materias primas, la sobrevalorización del producto, una crisis alimentaria mundial y energética, una elevada inflación planetaria, la confianza en los mercados, una crisis crediticia hipotecaria…, o lo que es lo mismo, una global crisis de conciencia de discernimiento. El día que dejemos de movernos por intereses, miraremos el futuro de otra manera, redefiniendo un estilo de vida más austero y menos consumista, más hermanado y menos egoísta.

El ser humano tiene que crear una nueva cultura, en el sentido amplio de la acogida y la esperanza, de la idea protectora del medio ambiente y de la inversión social. Hemos tenido un crecimiento excluyente que ha reventado, unos mercados caprichosamente destructores, unas políticas nefastas que nos dividen, unas economías poderosas que no entienden de generosidad, cuyos costes están siendo tremendos. Desde luego, hace falta asignar más gasto público a las redes de protección social, pero cuidado, con controles verdaderamente eficaces. Como consecuencia de esta movida de ineptitud, la brecha entre ricos y pobres se está ampliando y las tensiones se volverán cada día más violentas.

Ha llegado, pues, el momento de  invertir los términos y estar más pendientes del ser humano, por lo que es y representa, que por las perspectivas económicas. Todo se mide en términos de economía de poder y no en métodos de beneficios a la humanidad. Se trata de promover la prosperidad para todos, y no hay otra manera de hacerlo, que con un espíritu abierto e integrador. Está visto que la prioridad no es el capital financiero, sino la persona, esa que vive (o malvive), según la situación de poder que tenga así vale, en un mundo convulso por la incertidumbre económica, de creciente desnivel y deterioro ambiental. Estoy convencido que nos falta voluntad para detener esta crisis que está afectando negativamente al planeta, en parte propiciada por la falta de coordinación y responsabilidad de todos para con todos. La generación de los irresponsables está en el poder y mientras sigan, no hay manera de cambiar. 

Víctor Corcoba Herrero / Escritor

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