Pozo Rocebros. Capítulo 23

Castrocontrigo, septiembre de 2007. A cien por la nacional, iba recordando un artículo periodístico publicado cinco años atrás. En él contaban el hallazgo de pinturas prehistóricas en el municipio de Castrocontrigo, pedanía de Morla. El nombre del lugar me quedó grabado: Pozo Rocebros. Daban pocas pistas de la situación, curándose así de los gamberros, tribu abundante en la zona. Las autoridades competentes planeaban “poner en valor” tal gallina de los huevos de oro. Hallé el sitio en el mapa del I.G.N., pero el farallón tenía un kilómetro de longitud y convenía localizar el emplazamiento justo.

Para las pesquisas preliminares entré en un bar. Los bares son los mayores vertederos de chismes y mentiras, deberían erradicarlos. Lo atendía de mil amores una joven camarera, esbelta, melena loca, muy versada, que parecía conocerme de toda la vida y sólo con mirarme adivinó inclinación a la cerveza y a las toreras: es lo bueno de los bares, benditos sean, alguien debería fundirles un monumento. Entablé charla con dos forofos de la barra, o más bien forofos de la camarera por cómo les chiribitaban los ojos. Presumían controlar a la perfección los montes de la Valdería. Enamorados de una tierra que habían pateado hasta su último rincón, siempre con la escopeta lista, pegándole tiros. Dieron muchas indicaciones, como el pulpo del garaje. Se les escapó un único dato provechoso, mencionar en tono burlón al descubridor de la cueva, Luis el de la ferretería. Según ellos tipo raro, resentido, al que gastaron una broma pintando esos signos en la roca y había tragado el anzuelo considerándolas auténticas. Estaba decidido a explorar el roquedo entero, con información o sin ella, aunque siempre es gratificante conversar con la persona que descubre un filón arqueológico, así que puse rumbo hacia la ferretería.

De entrada,  el interfecto fue reacio a declarar la ubicación del yacimiento. Al contrario de los mandamases institucionales, él no deseaba masificarlo. Le expliqué mi interés, le enseñé el mapa, unas fotos, unas acuarelas, la estampita de Santa Bárbara junto al carnet comunista. Quedó convencido, lo señaló con exactitud milimétrica y matizó que las pinturas no estaban en el Pozo sino en las cercanías. Lamentó no poder acompañarme, pues al mismo tiempo que atendía el negocio debía cuidar al padre enfermo. Me di por satisfecho. Era abusivo que un fulano desconocido y de dudosas intenciones sonsacara a persona tan introvertida y celosa del patrimonio. Luis Crespo Cenador, un tío culto, un buen tipo.

El bólido también rodó alegre por la polvorienta pista, sin apenas perder aceite. Mapa en mano, muy atento a tomar el desvío correcto en semejante laberinto forestal. El maravilloso paisaje discurría entre pinares de llanura. Anchuras sin límites, incluso irracionales, muy diferentes a los recoletos vallecitos de la cuenca del Sil. Aparqué en la fuente de Rocebros, a la sombra de unos magníficos rodenos. Cargué la mochila y seguí las indicaciones de Luis, dirección noroeste hacia el final de los peñascos. Rápido localicé la ceja roja, resaltando entre el gris de la cuarcita como lava candente. Unos metros por debajo topé una pequeña galería natural, inundada: Pozo Rocebros. Trepé hasta los abrigos, en realidad paredones abiertos. Tras una hora de paciente rastreo, vi las pinturas. Genuinas, Esquemáticas, del mismo tipo que las del Bierzo y las del resto de nuestra vieja España camisa blanca de mi esperanza*. Esta cara del farallón, en plena solana, recibe una luz radiactiva, responsable principal del apagamiento de los tonos casi hasta borrarlos. Con una euforia sorprendente, puse manos a copiar la serie de signos: cinco humanoides pelados. Se aprecia en la escena cierto dinamismo. Podríamos argumentar pobreza de imaginación, y nos estaríamos equivocando. El retraimiento imaginativo lo propicia esa dimensión austera del paisaje, concentrándose el mensaje en lo sustancial: el hombre en comunión con la tierra y a merced de los dioses. Más abajo percibí otra figura, tan difusa que fue imposible llevarla al papel.

Atalaya de vasto alcance. La panorámica lucía hermosísima de tan extraña, abrumadora por la extensión de bosques sobre la meseta. En estas latitudes, la grandiosidad de la naturaleza no se manifiesta verticalmente, sino en horizontal. Inacabables pinares de un verde pacífico, la cálida brisa impregnada de resina.

Al regreso, de nuevo visité a Luis. El recelo trocó en confianza cuando le participé mi entusiasmo. Entonces mostró material fotográfico de calidad, con las mismas imágenes que había tomado yo, más otras conseguidas en un abrigo nuevo asimismo denunciado por él, Llamaluenga, del que facilitó las coordenadas. Además, tuvo la deferencia de enseñarme su admirable colección de hachas pulimentadas y puntas de sílex, encontradas sobre el terreno durante las caminatas.

*Tarde o temprano España te romperá el corazón, no apuestes demasiada esperanza. El rotundo poema de Blas de Otero sigue y seguirá vigente. En el momento de publicar estas notas en La Nueva Crónica,  la feracidad de la Valdería ha muerto. Quince mil hectáreas calcinadas. Aún revolotea sobre los despojos el pájaro carroñero de la industria maderera. Oscuros, tristes negocios.

 

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