Penachada. Los Corralones. Capítulo 20

Junio de 1994. Modestos paisanos que sin prejuicios, con frases desmañadas y candorosas, narran las menudencias oídas a sus mayores. Esto les engrandece, pues en lo pequeño está el meollo del vivir. Qué diferencia con la subespecie delictiva del erudito local, prolífico en los andurriales de León. Avarientos, reacios a facilitar averiguaciones, prefieren amortajarlas en la caja de pino bajo su despojo antes que compartirlas.

 

En el monte hay de continuo mil ojos vigilándote, apostados en las foscas sombras, en las piafantes cresterías, y ni los notas. Te crees en absoluta soledad, mientras al público sólo le falta aplaudir con las orejas. Sin que lo sospechara, los abuelos prestaban atención a mis idas y venidas. Les intrigaban las correrías de un tarambana olisqueando cada hueco. Apiadados de tanta torpeza, se acercaron para contarme de los Corralones. Señalaron la entrada, casi oculta por la vegetación, ante la que había pasado diez veces sin distinguirla. Describieron ramales profundos, cegados durante la guerra civil para inutilizarlos como escondite; algunos vecinos intentaron en vano desescombrar las bocas.  

 El topónimo Penachada existe, no era confusión mía. Los octogenarios nombraron así al entorno de la Cuevona. La bisabuela de uno de estos, dejó dicho que en Los Corralones habitaron los moros. A través de un subterráneo, descendían hasta el arroyo para abastecerse de agua. La mora madre acudía diariamente a casa de la bisabuela, a mendigar ascuas, tan pobres eran. Durante años le dio de buen grado la limosna, pero una mañana estaba enfurruñada y protestó, porque a cambio la pedigüeña nunca le obsequiaba nada. A la mañana siguiente ya trajo regalo: un puñado de carbones apagados. Calló la vieja, avergonzada de su propia avaricia, afligida por la penuria de aquella gente. Cuando la mora hubo marchado, arrojó los inservibles carbones al prado, que al instante mutaron en oro.  

 Entré a los Corralones por la puerta trasera, y fue como ingresar en el más hondo pretérito del hombre. Un acceso laberíntico, enrevesado. Algo incita a seguir por el callejón, entre dantescos lentejones de pudinga. Algo empuja a adentrarse en la negrura, y cuando estás en ella y notas claridad al otro lado, proseguir. Ya no puedes retroceder, porque estás imbuido de un extraño aliento y el pasadizo concluye bajo una gigantesca laja, en la que al mismo tiempo concluye todo tu periplo vital. De súbito te hayas en uno de los más evocadores rincones del mundo. Nadie esperaría un recinto tan secreto. El callejón de acceso no reveló pinturas, sin embargo descarté cabezonamente que los cavernícolas renunciasen a dejar su impronta en un enclave tan especial. Así, perseveré en cada centímetro cuadrado, hasta encontrarlas en el techo. Sacudí la gruesa capa de líquenes adheridos al lienzo de un lateral y aparecieron más. Signos elementales: puntos, rayas… y dos fantásticas sombras de manos, ejecutadas en positivo.

 Podría suponer un descubrimiento importante. Serían las primeras pinturas rupestres leonesas candidatas al Paleolítico. El intervalo temporal de las manos está muy restringido, sólo fueron realizadas durante el Gravetiense, hace unos treinta mil años. Una de ellas tiene añadidos, junto a la punta de los dedos, signos en rojo vivo. Cerca del corazón, destaca un arco: dada la preeminencia del dedo elegido, y la acepción del arco a través del tiempo, barrunto una petición materialista.  

 ¿Qué estimula a embadurnar con colorante el envés de la mano y estamparlo en la roca? La mano es el más antiguo motivo artístico, el más elemental por su facilidad de ejecución, pero al mismo tiempo adjunta un sesgo profundo. Quizás ratifiquen estas improntas, más allá de relacionarlas simplemente con ritos mágicos o religiosos, un acto de doblegamiento, la voluntad del hombre de fusionarse con la Tierra, de estar en permanente contacto físico y mental con quien dispensa paraísos o purgatorios. El innato recelo humano demanda ver para creer, más aún, necesita apalpar para servir.

 

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