Penachada. La Cuevona. Capítulo 15

Febrero, 1992. Demasiada fiesta. Estaba yo feliz en la piltra soñándome político, disfrutando un paraíso allende la desértica realidad, y tan se me pegaron las sábanas como aquel político se aferraba a tetas de mamandurria. Logré salir de Bembibre a las diez de la mañana. Menos mal, el bólido había arrancado a la primera, sin necesidad de empujarlo, y durante el trayecto sólo hube de parar una vez a cepillarle la bujía perlada. Toreno, finalmente Librán. Aparqué en la plazoleta de la fuente. Ya estaba al quite doña Josefa, embutida en su atuendo habitual. Bata de boatiné con rosas estampadas, zapatillas de margaritas, rulos en el pelo. Un entrañable florero andante. Buscó pretexto para invitarme a un carajillo de orujo, y fue que traía cara como de centollo a medio cocer. Mientras corrió a buscar una cesta de madalenas al extremo de la cocina y regresó, deslizándose pasito a pasito, tuvo tiempo de contarme la Biblia en verso y disculparse: hoy tampoco podría acompañarme al monte, esperaba convidados. Con gran disgusto ante la renuncia de guía tan muda y ligera de pies, enfilé los despoblados.

El plan es entablar relación con el desconocido breñal de San Pedro Mallo, en donde hay reciente noticia de pinturas rupestres, denunciadas por el colectivo Tyto Alba. Tomo el viejo camino carretero. Esta ruta es la menos lógica para llegar al yacimiento, por larga y fatigosa, aunque tiene la ventaja de atravesar el territorio susceptible de examen. Ha helado, echo en falta el gorro de lana. Carboneros, herrerillos, tarabillas, chochines, en el nerviosismo que desatan barruntan primavera.
Brincan gráciles tres corzos, pletóricos. El valle es rico en hábitats, alternan encinas, robles, castaños, pinos. La fauna ha de ser también variada. Muy arriba, perdida en el inicio del roquedo, destaca una raja colorada, abierta entre descomunales muslos de cuarcita: ahora ya sé dónde queda el quinto coño. Es el sexo de una ogresa,  por sus pecados petrificado, y lo imagino preñado de signos votivos. Paso de largo, reservando la descubierta para mejor ocasión.

Esta primera incursión en San Pedro Mallo evoca un poso amargo, de lápida. Desolado, calles fantasmales transitadas únicamente por  polvorientos  remolinos y ecos  de  ventanas desvencijadas. Busco en vano el contacto humano, necesito los milagros de la gente, lo ancestral cotidiano. En media hora de callejeo crucé a una sola mujer, bellísimos ojos de antracita embozados en mantilla negra, que ni siquiera respondió al saludo. Quién sabe si un suceso luctuoso desatara el recelo hacia el desconocido. Cuántas veces ocurre también que el desconocido sea invisible sin él sospecharlo.

Perseverando, visita tras visita, hice averiguaciones. El nombre genérico de la zona prehistórica es Penachada (compuesto de Peña Echada). Reúne dos estaciones, la Cuevona y los Corralones. El entorno está domesticado, aquietan los precipicios, amansa el vértigo. A juicio de explorador dominguero, quizás le falte a Penachada un hervor emocional, la adrenalina del riesgo.

La Cuevona es un abrigo notorio, amplio. Orientada al oeste, recibe todas las humedades atlánticas. Muestra contadas pinturas, sólo las imprescindibles. Bastante castigadas por la corrosión del terreno más que por la meteorológica, están mejor conservadas las del exterior que las del interior. Su originalidad las hace únicas. Desoyendo la tónica general, los signos no imploran fecundidad ni gritan para despertar la indolencia de los dioses, se limitan a dejar constancia de quiénes las dibujaron, qué les conmovía, y además pueden indicar un  referente astronómico.

 Estas pinceladas agonizan. No hay de qué sorprenderse,  empezaron a degenerar desde el mismo momento del trazo, ley de vida. Quitando media docena de signos presentables a la retina, el resto son espectros… si no te fijas bien. Por momentos, pueden parecer borrones nacidos en el amancebamiento químico del agua con los minerales. Unos tan mortecinos, otros tan embadurnados, que más que verdad son conjetura… si no pones interés y afinas el ojo. Durante el proceso de copiado desesperé, con estos galimatías superpuestos unos sobre otros. Destacan ocho óvalos en rojo cadmio, de diseño interior exclusivo, cada uno distinto de los demás a modo de blasones territoriales, aunque también pudieran expresar diferentes conceptos. Flotan en el maremágnum pequeñas estrellas de nueve puntas, tono carmín de garanza, enigmáticas, idénticas a las de Pena das Augas, que pudieran hablarnos del solsticio de invierno.

Dos abejorros aterrizan en el alféizar de una rendija. Intentan colarse en ella, pero el chillido del murciélago los ahuyenta. Por el techo gatea un treparriscos,  pájaro de fuego con alas de mariposa, o quizás mariposa ígnea con plumas de pájaro, heraldo de los brujos. Decepcionado conmigo mismo por errar la justa medida de la gente, en el regreso me apaciguó un esplendoroso horizonte. El sol poniente ensanchaba lo ilimitable, extendía lo minúsculo, permitiendo acariciar tierras distantes. Los Aquilianos, las Trevincas, tan diáfanos en la lejanía. Cuchillares de hielo desventraban un azul que se desangraba en cúmulos rosados.

 

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