Pena las Aguas. Capítulo 14

El lector vive engañado si cree que todo el monte es orégano, en lo concerniente a descubrimientos esquemáticos. La profesión de explorador dominguero es tan desagradecida como la de caballero andante, y aún la aventaja en soledades, chascos, moliciones, hambrunas y sequía de aldonzas. Sólo uno de cada mil abrigos contiene pinturas. Son mayoría los roquedos insípidos, por mucho que ostenten paredones o cuevas perfectas. A la hora de conceder la medalla de su arte, los brujos eran extravagantes. He visto excluidas maravillas de la naturaleza, mientras convertían tugurios berroqueños en verdaderas pinacotecas.

Octubre de 2008. Hice dos descubiertas próximas a Peña de las Aguas, en el valle de Rodeprados. Primero una cavidad, menor, mimetizada en la falda del Mudiello. En ella hay trazas de habitación temporal, levantaron un murete  para allanar el interior. Refugio de huidos y maquis. Sin pinturas.

Después un rocón, a media subida en la cara meridional del pico Mollaneo, en Fresnedelo nombrado La Llamayona. Durante la aproximación, observé multitud de pedruscos volteados, señal de algún ser provisto de mucha fuerza, posiblemente un jabalí. En la primera grieta de la mole no hallé signos, pero sí el cubil del levantador de pesos, que no era jabalí sino oso. Dentro preparó una cama de paja, tan confortable y  esférica como si la hubiera construido un gorrión gigante. Encuentros de este tipo son desiguales, recibe todas las tortas el mismo, salí pitando. Me dirigí hacia el magnífico voladizo de cuarcita, soleado, de vasta panorámica. Tampoco hallé pinturas, sí otra cama, reciente, aún más primorosa y mullida. Le tiré una foto. Dado que en estos casos prohíben correr, crecieron alas. El peñasco acoge, amén del plantígrado, al gran duque (gruesas egagrópilas al pie de una abertura en el techo) y al águila real (un notable nido en la pared).  Enfrente, los laderones norte de Rodeprados, recubiertos con robles, abedules, acebos, arces, piceas, más un teixedal en el que campea el urogallo. A la extensa matona le dicen Carballal de Ferreira.

Durante la investigación sobre el valle de Ancares, hace ya tres lustros y que daría a luz Aires de xistra, supe del Carballal. Entonces, con las prisas de la edición, no tuve tiempo de acercarme. Incluso por chovinismo lo menosprecié, pues aunque administrativamente sea ancarés, vierte al Cúa. Ahora contemplo estas columnatas de añosos troncos, cenicientos, un tanto funestos. Atrae su solemne boato, invita a penetrar en la espesura. Paseas admirado, entre las arquivoltas de una catedral de clorofila y musgo, hasta que detienes el paso porque notas que se te eriza el vello. Estás en  la querencia de la mujer loba.  

De aquellas entrañables pesquisas por Ancares, aún oigo la voz de doña Felicitas, entonces ya centenaria. Sentada a la puerta de su casita en Lumeras, de luto riguroso, narraba verídicos sucesos… Unos infames hijos decidieron matar al padre ciego, tanta prisa les corría  beneficiar la herencia. Los dos hermanos estaban decididos, la hermana vacilaba, aunque al final la convencieron. Con la promesa de una fiesta, vistieron de gala al viejo. Lo acomodaron en el carro, lo transportaron hasta el corazón de la selva. Allí fue abandonado, totalmente desvalido,  confiando en la sutileza de las alimañas. De nada sirvieron los ruegos y lágrimas de la joven para rescatarlo.  Antes de trasponer la loma, escucharon un grito terrible, una maldición que rebotó de árbol en árbol “¡Seáis vosotros las fieras que han de comerme!” Apenas cerró la noche, dos lobazos avanzaron, sigilosos, implacables. Notaron cierta familiaridad en los ojos opacos del hombre, pero no titubearon en despedazarlo. La divinidad del bosque,  espantada por tal carnicería, condenó a los parricidas a merodear eternamente en forma de lobos. El arrepentimiento final de la hija, logró que en ella la maldición se consumase a medias: seguiría siendo humana, excepto en noches de luna llena. Vaga por las montañas junto a los hermanos,  sangrienta partida de caza, y gusta internarse en el Carballal de Ferreira buscando el último recuerdo del padre.

Al grano, a los jeroglíficos. Nace en el humanoide un entramado o velamen, o sinuosidades cerebrales que semejan una especie de antena parabólica para captar la gnosis de los antecesores, caracterizados por una constelación de puntos; pudieran ser también siluetas de falos erectos, petición de fecundidad. Una espiral bosquejada con toscas huellas dactilares, da fe sin embargo de un pensamiento exquisito: la liberación de las almas hacia la recurrente vida eterna. Pequeñas, apartadas, descontextualizadas de otros signos, dos misteriosas estrellas de nueve rayos. En la prehistórica Pena das Augas el hombre ya dejó testimonio, convencimiento de su trascendencia.

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