Pena las Aguas. Capítulo 12

Hacia 1996, una pareja de novios excursionistas halló por casualidad este enclave, lo notificó al arqueólogo provincial. Como era su deber, vino a certificarlo. Juró por lo más sagrado no volver, tan complicada está la vaina de aproximación.

Octubre de 2006. El chivatazo telefónico del amigo Santiago Castelao, polifacético investigador villafranquino, me informó de nuevas pinturas rupestres en la pedanía de San Pedro de Paradela. Casualmente tiraba entonces una serie  de fotos por las cercanías, en estas estribaciones de la sierra de Ancares, así que indagué.

El pastor de ovejas había visto al fulano otras veces, por los andurriales del valle, en distintos meses. Lo detectó una más, portando su calvario a cuestas, o sea la pesada cámara de banco montada en el trípode, tratando de aprehender lo bucólico de la ermita y el caserío. Descendió en cuatro brincos hasta donde tenía montado el aparataje, a contemplar el mundo al revés del cristal esmerilado, bajo el paño de enfoque. A base de martillazos, cortafríos y sutiles preguntas, fue labrando la catadura del forastero. Los nativos suelen recelar, con razón, a la hora de compartir conocimientos u observaciones con los rostros pálidos, bien por modestia o porque temen el menosprecio. A pesar de esto, algo indujo al tipo espigado, bronco, curtido por las inclemencias, a orientarme hacia la vieja cueva.

Dijo ser un sitio sagrado, muy antiguo, de rezos. Los antepasados dibujaron gentes y otras criaturas, él y los suyos provenían de allí. Ignoro de dónde sacaría tanto convencimiento. Seguí sus indicaciones. Enfilé un carril entre castaños seculares, después una senda a través de los prados, y cuando acabó sobre unas cascadas chisposas, hube de vadear el río donde confluyen el Bellinas y el Rodeprados, trepar un canalizo del monte Boubela, bajar por la espesura hasta Pena las Aguas.

Antes de alcanzarla, el ambiente demoledor hace presentir la cueva. Aunque más bien es una raja, una fractura en los contrafuertes de cuarcita. En principio decepciona. Ofrece un refugio precario, a duras penas puede estarse de pie, sin embargo forma parte de un entorno implacable. El tajo oblicuo, acuchilla el paredón al borde de una hoya portentosa, cincelada en el pedernal por la infinita paciencia del agua. Pozo de negrura rodeado de aristas, una de ellas triángulo perfecto que en algún modo ha de interactuar con los signos. Bajo el pozo, la torrentera se sume en un caos de gigantescos peñascos. Buscaron el más secreto rincón para oficiar el más secreto propósito, y sin duda lo encontraron: el lugar del olvido total.

La técnica ornamental parece deslavazada. No es culpa del pincel, sino del lienzo granoso. En compensación, el modo de expresar la doctrina quizás sea más rico que en ninguna otra estación prehistórica, haciendo gala de variados recursos imaginativos. Prevalece el contenido antes que el continente, el mensaje está en el subtexto.

El primer símbolo yace según bajamos hacia el abrigo, semejante a la raspa de un pez. En jerga arqueológica quedaríamos como los reyes del mambo clasificándolo pues raspiforme o raspimorfo; si además lo orientáramos 170 grados al sur, lo fotografiáramos junto a una escala, el estudio descriptivo ya sería medallable en congreso. Aquella bruja artista, asilvestrada e ingenua, seguro quiso comunicar algo más. Esas espinas de la raspa, más rectas o más curvas, más o menos gruesas y largas, derivan de una columna vertebral que nace en un corro de puntos, dentro del cual hay otros tres: he aquí de nuevo a Dios omnisciente. Vaya usted a saber si pretendió ensalzar a la deidad, diversificadora de la creación, cuyo vértice domina el tieso juicio humano.

 Y el último lo descubriremos en la penumbra del fondo. Con 55 centímetros de longitud, es el mayor de los pintados en León. Una gran vulva pariendo hombres, punteada con la yema dactilar. Jaculatoria invocando fecundidad. Clamaban a lo más profundo de la Tierra Madre porque ansiaban hombres, o mejor brazos, cuantos más mejor, para incrementar cosechas, multiplicar rebaños, vencer en los saqueos. La consigna sigue teniendo plena vigencia, da idea de cuánto hemos evolucionado.  

 

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