Cañón de Entrepeñas. Cueva de la Mora. Capítulo 8

Enero de 2006. Entre los vecinos de Librán, sobre todo si son cuarentones o cuarentonas, prejubilados y con algo de mando, hay quienes a Cueva de la Mora le llaman Furacón de los Mouros; al Furacón, Buraco de los Moros; al Buraco, la Cueva; a la Cueva, el Buracón; a la Mora, las Cuevas; y viceversa. Discrepan además en la pronunciación, e inventan a capricho nombres jamás usados por los abuelos, verbigracia La Escondida, en puridad Finales. Tampoco gustan demasiado del investigador forastero, si tiene pinta de pelagatos. La confusión es grande, les será difícil ponerse de acuerdo. Ante tanta hipótesis, he sido leal a la toponimia de mis primeros informantes, fidedignos conocedores de estos pagos.

Si el desacuerdo nos forzara a rebautizarla, y ya que entre moros y cristianos anda el pleito, sugiero hacerlo por lo civil, prescindir de las religiones. En lugar de agua bendita e hisopo de plata, propongo consagrar el yacimiento con una escobilla de marihuana empapada en orujo, y ponerle del Alucinado, Cueva del Alucinado, por la cantidad de psicodelia expuesta en sus paredes. Enigmáticas grafías rojo oscuro. Pero si algo corrobora el conjunto artístico de Entrepeñas, es que ninguna de las pinturas fue realizada bajo la influencia de alucinógenos. Meterse un chute al borde del escarpe, sería billete directo hacia la defunción. Sintetizar ideas mediante pinceladas, con frecuencia es tarea de beodos, siempre y cuando estén lejos del acantilado. El brujo que plasmó aquí sus inquietudes, puso en ello los cinco sentidos, vino con la lección aprendida. La traería en el bagaje de su memoria de oratorios lejanos, o la extraería del trance de comunicación espiritual en la choza del poblado. Escribió con total consciencia nociones reducidas a lo esencial. Antes califiqué conjunto artístico a la estación, lo cual es obvio, aunque la mayoría de visitantes queden decepcionados y les llamen garabatos infantiles. Si ciertamente estas pintadas esquemáticas flojean como arte mural al ser comparadas con las magdalenienses, en cambio las superan en el lexicón literario que atesoran, todavía indescifrable.

Abro camino inmerso en el gris absoluto de los nubarrones. Contrasta el blancor de la escarcha cubriendo las negras urces. Al paso levanto polvaredas de hielo. Asciende la neblina, roza apenas las ramas y queda prendida en ellas, congelada en forma de agujas transparentes. Transitan a mi lado retazos de nubes como mantos de hadas recién desposadas. En un instante despeja, el paisaje resurge, entran en escena serranías de acero pulido. Vuelve a cerrarse, los peñascales tornan sombríos. Con la humedad, la piedra que en seco frena la bota, es resbaladiza. Ayudan a ello los líquenes, segregando babas viscosas. Líquenes del reno, durante el estío ásperos, quebradizos, muertos vivientes que las lluvias reviven en amorosos, de caricia suave cual rizos de pubis.

Hace catorce años estuve aquí. Volví hoy llevando en la retentiva dibujos escasos y difusos, desde luego bastantes menos de los que hay en realidad. Destacan dos figuras nada más, uno podría marchar con esa sensación de pobreza si no se esfuerza en buscar. Hasta treinta copié, en visitas sucesivas, cantidad meritoria para un hueco chico. Como no podía ser de otro modo en esta endiablada garganta, acercarse a la Mora tiene morbo, incluso en el interior hemos de trajinar con cuidado: el suelo de cuarcita lisa va deslizándose en oblicuo hasta desplomarse al hondo.

Capítulos atrás rendí homenaje a los pintores, ahora quisiera celebrárselo a mis informantes. Doña Josefa Arias, en gloria esté, fallecida a los 103 años; don Justo Díez, de 91; doña Avelina Díez, de 89; doña Generosa Fernández, de 84; todos ellos pastores desde niños. Condujeron rebaños de cabras por Entrepeñas durante más tiempo del que desearan recordar. Conversando, parece como si se disculpasen por la simplicidad de su quehacer o el rigor del terruño. Con sus sencillas palabras, con la mirada sostenida o el ademán de las callosas manos, transmiten algo cada día más raro en nuestros tiempos: dignidad y decencia. Dominan el cañón de cabo a rabo, aunque a estas alturas hayan de forzar la memoria para desempolvar nombres olvidados. La pérdida de visión les impide señalar en la distancia el lugar exacto de cada topónimo. Entonces recorren la geografía a tientas, palpándola en la imaginación, detallando al milímetro tipos de roca, vegetación, dificultades, vivencias.

Fueron los últimos pastores. No le dan importancia, casi hasta les alegra el acabamiento de oficio tan sacrificado. A quién puede interesar ya un asunto rancio, extemporáneo, en plena era cibernética de continuas innovaciones tecnológicas, en el apogeo de la dorada Edad del Trinque. Ellos quizás ni siquiera lo sospechen, hay en esta bajada de telón algo excepcional, épico: el final de un periodo de la humanidad, la completa desaparición del Neolítico precerámico ganadero. Son los postreros de la estirpe de aquellos primeros pintores. Si por fortuna descubrieran un enterramiento relacionado con los santuarios de Entrepeñas, otro hombre de Arintero o así, el ADN de esos huesos coincidiría con los suyos. Josefa, Justo, Avelina y Generosa, personifican el último eslabón de una cadena de cuatrocientas generaciones. En ellos terminan los pasos perdidos.

 

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