Cañón de Entrepeñas. Furacón de los Mouros. Marzo de 1997

Llevaba tiempo abatido, así que empecé a sacar pecho. Volví a Entrepeñas,  a saldar una deuda conmigo mismo. Terminar un proyecto emprendido años atrás. Un proyecto ilusorio, como todo lo que amaso, con la consistencia del éter: explorar la totalidad de abrigos, en busca de nuevas pinturas rupestres. Peregrino de los roquedos, de las lleras, de las grietas abiertas en barrancos inextricables. Aunque en verdad eso es una excusa, una disculpa para escapar otra vez, evadirme entre los vapores misteriosos del monte. La seducción de lo recóndito, la llamada de lo salvaje, la oscura querencia a la soledad.

Aparco en Librán Santa Mariña, plaza de la iglesia. Lleno la cantimplora en la fuente. Apenas he apencado con la mochila, una viejita aparecida de la nada ofrece los buenos días. De aspecto deshidratado como un higo, cargada de espaldas. Gafas atiborradas de dioptrías y aún así ve poco. Vivaracha, jovial, doña Josefa está a pique de los cien años. Le pregunto por la cueva situada en lo alto de la ladera. Me coge de la mano y, en un aparte, confidencialmente, responde muy bajito.

-Es el Furacón de los Mouros. Dentro picaron un pozo por el que bajan unas escaleras de piedra… De niñas, cuando pastoras, echábamos cantos a rodar por la negrura… nunca dejaban de caer y hacer ruido hasta que finaban en el infierno…

-Interesante.

Apuntó con el dedo muy alto, hacia lo que creía monte y era nube.

-Allí… Allí arriba… En el Furacón… Hay enterrado un gigante… Un gigante de oro…

-A qué esperan para desenterrarlo?

Llevándose esta vez el dedo a los labios, respondió aún más quedo.

-No hay redaños… En mis tiempos a los hombres se los comían los lobos… Ahora no… porque ya no hay hombres… Oiga, a usted le untarán a modo la cartera, con ese oficio de subir picachos. Nosotras hacíamos lo mismo más el doble, y nos untaban la fiambrera con miseria.

Doña Josefa dice adiós, agita un pañuelo de lunares al tiempo que me desea suerte en la búsqueda, como si estuviera despidiendo a un argonauta en pos del vellocino.

No trincar pasta escribiendo, ni tirando fotos, ni copiando pinturas rupestres. Son tareas que uno elabora libremente y se siente pagado con realizarlas. La gente racional, obra de modo diferente al infeliz lunático. Sólo lunáticos o capullos emprenden semejantes aventuras.

Ese día no fui al Furacón, planeé una nueva descubierta. Bajé hacia el río Primou por el viejo camino empedrado. Al cruzar el puente, me interné en el cañón, donde no existe ni una sola senda. Desde 1978 que vine por primera vez, he regresado muchas, siempre con la intención de atrapar en una fotografía en blanco y negro el alma indómita de estos pagos. Casi lo conseguí, particularmente en una imagen que describe un torrente tumultuoso, flanqueado de acebos zarandeados por el viento y presidida por un soberbio roble. Estuvieron rondándome por la cabeza los recuerdos fantasiosos de la anciana. El gigante de oro, el pozo, la escalinata de piedra, los “muñequines” que según ella pintaron niños antiguos. Vislumbré en la distancia, muy arriba, la covacha, donde aguardaba un verdadero tesoro de símbolos prehistóricos.

 

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